POR LOS AIRES
(Felisa y Andrés, matrimonio fetén)
A lo tonto me he pasado el verano durmiendo en uno de los dormitorios que tenemos para cuando se quedan a dormir los sobrinos. Como ya son grandes solo pernoctan en Nochebuena o si discuten con sus padres. El resto del año están vacíos, aunque a prueba de inspección. Felisa los tiene en perfecto orden por si llegan de improviso. Hasta cambia las sábanas cada semana, se hayan usado o no.
Pues como iba diciendo, he sido yo quien ha dormido en ellos por culpa del aire acondicionado. Yo considero que la flama es connatural del estío. Me tomo un vaso de gazpacho, me enjuago en la ducha y con esas mañas tengo de sobra para dormir como si fuera un rorro harto de teta. Sin embargo, mi querida costilla es calurosa y eso que años ha que ha pasado a mejor vida (no, no es que haya muerto, es que ya terminó con los sofocos de la menopausia y se ha quedado en la gloria). Aún así, llegando julio, enchufa el aire y no lo apaga. Ella no lo apaga, pero yo si. De esta forma el periodo estival se convierte en un infierno (y no por las temperaturas lo digo) Entre nosotros estalla una sucia guerra incivil: Felisa deja la casa como un frigorífico y yo voy detrás trampeándole el termostato a los mandos. Aparte nos bombardeamos con frases terribles, de esas que son causa de divorcio.
—Hijo, debes tener la sangre más fría que una víbora.
—La que tiene fría otra cosa eres tú, que no dejas que me acerque desde mayo.
—Eso, encima picha brava… ¿pero a quién le apetece el triqui-triqui con este bochorno?
—¡Pero cúal bochorno si la casa parece la cámara de la morgue!
—Pues con el aire y todo me derrito en sudor.
—Mira, como no quiero pillar una pulmonía me voy a dormir al cuarto de los niños.
—Ya tardas ¡jopo!
Los otros dormitorios también tienen su correspondiente aparato maligno para el cuerpo, que no aprende a regularse, y para el medio ambiente, pero yo no los enciendo. Felisa me restriega que ella recicla y con eso cumple. La verdad es que tenemos unos ocho cubos distintos para cada desperdicio. Le reconozco el mérito de haber sacado de uno de los muebles bajeros de la cocina sus tres vajillas preferidas para hacerles sitio. Claro que a cambio tuve que comprarle una vitrina holandesa de seis mil euros donde reubicarlas, pero eso, al fin y al cabo, fue una buena inversión.
Llevamos todo el verano sin hablarnos excepto para lo imprescindible. Y lo imprescindible son las vacaciones. Siempre la tomamos en septiembre porque es nuestro aniversario. Ya mismo ella se pondrá melosa y, a medida que avance el mes, irá ampliando la conversación para decirme dónde le apetece ir. Esa es la señal de que se aproxima el armisticio y el fin de mi obligado celibato.
—Andrés, llevo dos días que no prendo el aire. Te lo digo para que lo sepas -dice la muy ladina poniéndose de puntillas para besarme la (incipiente) calva a la vez que acerca sus casi olvidados encantos a mis narices. Y yo bendigo al otoño, que buena rima me trae.
D. W
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