jueves, 26 de octubre de 2023

TEMPO

 TEMPO

 

Mi cocina llega al orgasmo siempre que al sol le dejan entrar en ella las celosas nubes. Durante unos segundos ambos arden, derramándose sus luces sobre los alimentos y las ollas, que crispan las asas en el paroxismo. Luego, el amante se retira y la habitación recobra su compostura. Es entonces cuando yo entro y como quien no ha visto nada, dispongo los utensilios, dóciles tras el desahogo, a mi antojo.

 

Los ingredientes líquidos se mezclan mansos. Los sólidos, volátiles por naturaleza, escapan de la fuente trepando por el aire. En suspensión se quedan, temblando entre los hilachos del tiempo.

La unión de las dos masas es delicada. Debe hacerse con esmero. Diluir los grumos. Buscar la planicie perfecta de un vientre joven. Hundo las manos para comprobar si la textura se dispone en cuanto a mi deseo.

Cumplida la coyunda lo vierto en el molde expectante. El horno lo recibe como útero y allí se produce el misterio ideado por ancestros perdidos en los siglos. La amalgama sube y se dora lentamente. El trigo, la remolacha, el girasol, la rama de canela y la semilla del manzano llegan al cenit de su existencia. La unión de sus cuerpos y el calor producen el mestizaje delicioso. 

 

Sobre el plato más bello y entre blondas se mece el bizcocho recién nacido. Cortar y comer su olorosa carne es comunión laica. La que tienen los dioses que no odian a sus hijos.

 

La última luz de octubre entra por la ventana y lame golosa el pastel. El austero noviembre llegará pronto con su capa de largos lutos y aún más largas nostalgias. Guardaré para él un trozo y dejaré las migajas para entretener a los torvos pajarracos que lo acompañan.

D. W

 

 


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