jueves, 13 de abril de 2023

LÁZARO

 LÁZARO 

 

El olivo centenario llegó sobre las ancas de un motocarro renqueante cierta mañana invernal. Hubieron de ayudarle a bajar varios hombres; su edad y sus miembros nudosos dificultaron en grado sumo la maniobra. Aun así, a media tarde, ya dotaba de solera a la Plaza Nueva. Los viejos del lugar lo miraban con sus ojos pitañosos, restregados sin piedad con el triángulo del pañuelo. Pensaban que moriría  tras ser desgajado de las entrañas de su madre. Lo veían mohíno, tal como estaban ellos en los tiempos de emigrantes, pero ya sabrán más el alcalde y los mozos del consistorio, que algún estudio tienen, lo que hacen. 

 

Contra lo deseado y cumpliéndose el pálpito de los viejos, llega la primavera y no florece. El ayuntamiento sopesa la conveniencia de sustituir el decepcionante olivo por la obra inmarcesible de un artista lugareño, mago concibiendo formas con despojos de desguace, que solo cobraría una cantidad simbólica al tratarse del pueblo que lo vio nacer.

 

Mi Tata se apiada del olivo. Lo ve palidecer desde su ventana igual que aquel hijo que se le murió tan chico.Solo Dios sabe de cuánto sufrimiento lo libró llevándoselo pronto -dice siempre tras un suspiro. 

Una noche, en sigilo y camisón, sale y corta una ramita al árbol moribundo con su navajilla nacarada. Después llama a mi cuarto donde quemo mi vida inclinado sobre el temario inacabable de unas oposiciones. Abro creyendo que me trae el vaso de café de puchero, denso y negro, que me aclarará la mente, si embargo, pone el dedo índice sobre sus labios implorando silencio y me hace señas de que la siga hasta su alcoba. Allí me enseña la rama y hace que recemos sobre ella la plegaria aprendida de sus labios cuando niño. Luego la besa y encaramándose en la cama, los pies descalzos sobre el edredón relleno de borra, la deposita con delicadeza entre el travesaño y los brazos del Crucificado que guarda su cabecera. Acariciando el madero murmura: Señor, a tus manos lo encomiendo, pero hágase tu voluntad. Yo la acompaño en estas supersticiones, inofensivas pero ineficaces, dado el gran cariño que nos une. 

 

Mayea cuando veo que la rama desprendida torna cada día más a pajiza mientras el olivo reverdece cubriéndose de una cálida granizada de rapas, promesas de fertilidad. A la Tata le brilla el alma viéndolo medrar gozoso, con ansia adolescente, sombreando la plaza y dando cobijo a las irreverentes pandillas de trovadores alados y al rebaño de incrédulos viejos.

 

El olivo alumbra sus aceitunas a la par que la Tata cierra los ojos para no volver a abrirlos. Tomando sus manos, yo, el descreído, elevo los míos hacia el madero donde yace la rama e imploro hasta convencerme de que no habrá otro milagro. 

 

Dela Uvedoble

 



 

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