jueves, 9 de marzo de 2023

UN TROZO DE VIDRIO

 UN TROZO DE VIDRIO

Sumergido en agua parece más grande. Un iris verde rodea una pupila negra que jamás se asombrará por nada ni se dejará deslumbrar por el sol. El ojo de cristal es la primera cosa que ella ve al despertarse y cada vez que la desvela el peso de él sobre sí, arremangándole el camisón con rabia para aliviarse en su vientre. Mientras soporta las embestidas que la hunden más en el colchón de lana, el ojo de cristal mira compasivamente; se le antoja que el postizo de su marido se avergüenza de la brutalidad de su dueño.

Una vez oyó a una vecina cotorrear que, aunque una se parta de dolor pariendo, da gloria hacer chiquillos por el gustirrinín, que parece que se derrite el sentío con ese palpitar de la pepitilla como campana llamando a festivo. Ella, que ha parido ya siete veces, nunca sintió tal alboroto en las partes bajas; a la contra, su madre le previno de que eso solo les prevelica a las mujeres de la vida, las que cobran por abrirse de piernas y que si un hombre te dice “anda tonta, que esto es canela” es solo para engatusarte. 

 

Él se había plantado en el pueblo diez años atrás vestido con traje y corbata, quizás algo raídos, pero nadie se fijó en ese detalle pues parecía atuendo de ciudad y síntoma de manejar perraje. Cuando se supo que era el encargado del señorito para parcelar la nueva aldea y que estaba viudo todas las mozas se revolucionaron. El ojo de cristal, tan límpido comparado con el verdadero, le daba aire de soldado heroico. Ella se sorprendió cuando empezó a cortejarla, nunca hubiera pensado que llegaría a tomar estado pues nació renca y poca cosa, aun así, antes de que se diera cuenta estaban casados. 

 

La noche de bodas fue la primera vez que lo vio despojarse de su ojo artificial, resguardándolo en un vaso de agua cubierto por un pañuelo albo. No tuvo repelús, al contrario, le enterneció su semejanza con una canica hasta que, debido a las sombras concebidas entre el quinqué y la oscuridad, el rostro masculino sin la pieza se le infirió luciferino, como si la bondad fuese en él tan de quita y pon como el ojo.

Después de que hubieran consumado el matrimonio ella le preguntó muy bajito el por qué la había elegido para esposa.

El cíclope, tras un silencio en el que la incandescencia de su cigarro rasguñó la negrura de la alcoba, dijo “porque eres fea y coja y de seguro ningún hombre te va a rondar”.

Después, acercándose tanto a ella que salpicó de saliva su cara, la hizo mirarle la cuenca vacía: “lo perdí defendiendo mi honor -dando una chupada al pitillo concluyó- pero más perdieron la infame y su querido”.

Desde entonces sabe que el ojo es lo único bueno del hombre que será para toda la vida su dueño, un disfraz que ante el pueblo y el amo le presta la bonhomía de la que carece.

 

Una madrugada ella se desliza de la cama mientras él ronca. La luna la guía para que no tropiece cuando rodea la cama, agarrada apenas al piecero niquelado, hasta llegar a la mesita de noche del contrario. Mete los dedos en el vaso y saca el ojo apretándolo en el puño con tanta fuerza que nota su propio pulso. Con sigilo sale al zaguán e ignorando la mirada de súplica del vidrio, lo tira al pozo. Le cuesta porque es un objeto puro, pero no tiene más remedio, como cuando desnuca a un conejo para el guiso y ella, pagando el tributo por arrebatar una vida, solo se come las papas. Del ojo se desprende un gemido fugaz al hundirse. Vuelve al lecho, sabedora de que, aunque niegue el hurto le caerá una paliza sin que la salve ni siquiera la nueva vida que le va creciendo dentro; pero él deberá acudir al trabajo mostrando su rostro verdadero, el de asesino, que el parche negro cruzándole la cara acentuará más. Con esa pequeña venganza se dará por satisfecha.

 

* Cuento segundo finalista en el concurso ACREM “Palabras Mayores” 2023



 

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