UN SÁBADO…
Llaman a mi puerta a las ocho y media de la mañana. Son toques tímidos, como pidiendo perdón por la hora. Es mi vecina. Con cara atribulada me cuenta que ha entrado un pájaro en su casa, y después de revolotear y golpearse contra las paredes se ha refugiado en un rincón. No sabe que hacer y teme hacerle daño, apretar demasiado a un ser que parece de algodón.
La acompaño y entramos en su casa. Los niños me reciben como a una salvadora. “¡Está ahí!” señalan. Lo tomo, ahuecando el puño, y se me viene a la cabeza la bellísima frase que puso Lorca en la boca de una amiga de Yerma al preguntarle esta qué se siente al estar embarazada ¿no has tenido nunca un pájaro vivo apretado en la mano? Pues lo mismo… pero por dentro del cuerpo. La palma de la mía acompasa su pulso al del ave.
Con extrema ternura dejamos caer agua en su pico. El animalillo lo abre y lo cierra desbocado. Intuyo que se despide y voy haciéndoselo entender a los niños; hace poco que enterraron a uno de sus perros y la muerte no les es desconocida.
Al poco el volantón extiende las patas, alarga el cuello como para beber su último suspiro y queda quieto.
Los cuatro enmudecemos.
Yo sostengo el mínimo cadáver y lo beso.
D. W
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