jueves, 13 de octubre de 2022

DEL RASTRO ES

 DEL RASTRO ES

Todos los atardeceres son velazqueños en Madrid, sin embargo las mañanas me parecen Goyas en su primera época, llenas de colores chulescos, ávidos por comerse la vida o a lo menos, un chocolate con porras en San Ginés.

Cuando puedo escaparme a la capital me empleo en cálculos para que un día caiga en domingo porque me confieso rastrista de vocación. Después de comulgarme en la chocolatería bien temprano enfilo hacia ese mercadillo que se erige por unas horas en torno a la plaza de Cascorro, llamada así por el pueblo cuyo cerco fue decisivo en la  guerra de Cuba y aunque Eloy Gonzalo, el soldado inmortalizado allí, fuera el héroe de la historia la metonimia ha engullido su nombre.  

 

El Rastro, esa Babilonia lúdico-comercial, se divide en varias zonas. Los republicanos, las feministas y demás gente liberta vende pines, camisetas, pulseras y bibliografía. Los nostálgicos del régimen ofrecen pines, camisetas, pulseras y bibliografía. Todas las ideologías se pliegan ante el merchandising.

Son los tenderetes, situados en hileras enfrentadas, los que forman las calles de quita y pon. Si madrugas aún puedes cruzarlas varias veces para mirar los puestos, pero en dando las doce es imposible. Como ganado avanzamos tácitamente por la derecha hacia arriba y por la izquierda hacia abajo. Es suicidio ir contravía. Esta es la zona de la marroquinería y las pieles cuelgan de los ganchos tras ser descarnadas, curtidas y travestidas de bolso o chamarra. Aquí se puede comprar de todo, nuevo y a buen precio: pijamas, linternas, un chal, un pela ajos. Yo avanzo ligera porque lo que me interesa se halla más arriba, en las empinadas callejuelas del laberíntico barrio.

 

En el momento en que veo mantas extendidas en el suelo arropando fabulosas porquerías se activa mi olfato rastroril. Me calo las gafas, pongo mi bolso delante a buen recaudo y empiezo la cacería.

Ignoro lo que busco, esto es una cita a ciegas. Me prendo de un aparador miniatura. El vendedor me ha calado y me lo ofrece: mira, señora, se abren las puertecitas… te lo dejo en diez euros. Yo soy mala negocianta y además me parece una ganga, pero mi marido dice, déjaselo por seis. No, mire usted, ¡que está entero! Yo apunto que le falta un cristal, Aquí lo tengo, solo hay que pegarlo, dame ocho y llévatelo, mujer. Acepto y lo pone en mis manos; es una preciosidad. Me pierden las cosas pequeñas y a pesar de que mi marido se enfada porque no sé regatear siempre quedo convencida de que soy yo la que estafa al ropavejero.

 

Cualquier bar de la zona da buen vermú y tapas. Entramos en uno y después de que la camarera me asegure que la salsa no lleva caldo de carne, pedimos una ración de papas bravas. Salimos fuera y las comemos parsimoniosamente bendecidos por el último sol de septiembre. El vino rojo y especiado brilla dentro del vaso haciéndome comprender el milagro de la transubstanciación. Por un momento me asusto de la herejía, pero recuerdo que soy agnóstica y en todo caso la ocurrencia es un piropo. No hay que olvidar que la sangre bautizó a este singular baratillo. Trescientos años atrás se hallaba aquí el matadero y las reses sacrificadas, arrastradas hasta la zona de despiece, iban dejando un rastro sanguino. 

 

Nos vamos yendo es paráfrasis verbal muy española. Quiere decir que abandonamos el lugar pero muy poco a poco, como quien le quita un apósito adhesivo a un niño. Ya hasta el año que viene si no nos golpea otra pandemia o la bomba atómica, claro está.

Me llevo del Rastro, pegadas a las orejas, unas cuantas historias para contar. En el tren las garabateo para un día desplegarlas. Es la tara que arrastramos los escribidores, las hilvanadoras de cuentos. Ten cuidado si conoces alguna pues te puede convertir en uno de sus personajes.

D. W




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3 comentarios:

  1. Delicioso recorrido, te acompañe.

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  2. ¡ Que delicia!. Leerte. Me has transportado al rastro y he conocido si historia que me era ajena. Gracias

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  3. Me ha encantado tu relato. Lo he leído como tú te ibas yendo del lugar, a poquito a poco.

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