DE(s) LEALTADES (Felisa y Andrés 14)
Un par de días al mes Andrés le dice a Felisa que ha quedado con amigos siendo incierto. Se ducha, se viste, si no con esmero no tan desmadejadamente como acostumbra y le da un piquito a su mujer mientras dice, “no tardo, nena”. Ella le despide con guasa cariñosa “ten cuidaito y tira por la sombra” y sigue con sus quehaceres que tanto pueden ser ordenar un armario como leer a Proust.
Andrés toma el camino hacia una barriada del extrarradio. Le cosquillea por dentro la deslealtad y aun así sigue adelante. Sabe, porque lo dicen todos los libros de autoayuda del mundo, las películas alemanas serie B de Antena3 y las señoras que hacen foros en la peluquería, que la cal y el cemento entre una pareja son el diálogo y la sinceridad. Con Felisa lo primero es fácil pues posee carrete y cultura para condimentar con sabrosura una conversación. Lo segundo parece algo sobreentendido en su matrimonio ¡si hasta tienen la misma clave en sus móviles! No, no se guardan secretos excepto los imprescindibles, esos que cada ser humano ha vivido y está tan incrustado en la memoria que contarlo a otro sería como cortarse una rodaja de cerebro y dársela a comer.
Llega Andrés hasta donde necesita. No siempre es el mismo sitio, aunque el encuentro es igual y entra un el edificio que lo acoge como hembra dadivosa que recibe a un macho triste.
Él, siendo arquitecto, pierde toda deformación profesional bajo esos techos. No tiene en cuenta materiales, acabados ni estilos. Está reconcentrado en el olor y el silencio, más apreciable este tras romperse por el sonido de unos pasos o de una tos.
Se sienta Andrés en el último banco. Hoy tiene mucha suerte, hay voces que entonan palabras sin música y entra en éxtasis. Durante esos arrobos ve los cánticos convertirse en colores, trenzarse con la luz vidriada, carnuda, y ascender hacia el blanco absoluto.
Sale de allí reconfortado, aunque no lo reconocerá nunca. Él, agnóstico de tuétano, se niega a admitirse que solo el interior de una iglesia calme sus nervios. Si se enterara Felisa… ¡pediría el divorcio! Siempre rezonga cuando debe asistir a bodas o comuniones, incluso estuvo incómodo el día de su propio casamiento (aunque ella bien vale una misa) y cuando apadrinó a los sobrinos. Pero son situaciones diferentes. Quizá la aproximación a la vejez lo esté volviendo místico o moñas. O puede que empiece a asustarle su propia mortalidad.
—Hoy has llegado antes -dice Felisa cuando lo oye entrar.
—Es que los zurramangones, como tú les llamas, tenían un compromiso.
—¡Ah, es verdad, hoy hay fútbol y tú lo detestas.
Andrés se acerca y la besa casi en la oreja pues permanece de espaldas, reconcentrada sobre una olla en la que cuece una receta puñetera, ayurvédica y depurativa.
—Oye, hueles raro -suelta Felisa.
—¿Cómo raro?
—Como… a incienso… a beatilla de novena -ríe- ¡bah, no me hagas caso!, el aroma de las especias del guiso me habrá confundido.
Andrés se olfatea los antebrazos sin notar nada, ¿tendrá Felisa la facultad de percibir sus miedos?
D. W