REX
Tengo ocho años. Me llamo Reynaldo por un poeta que a Mami le gusta mucho porque es de su tierra, pero me dice Rey. Soy hijo único y preferiría sufrir un dolor de orejas antes que tener hermanos. Lo sé porque Mami trabaja de noche, dejándome con los vecinos y sus cuatro hijos: dos hombretones que casi nunca están y dos medianos, pero altos como árboles.
Ella les deja mi comida preparada, casi todo me da alergia así que no puedo alimentarme con lo mismo que ellos. Cuando me ofrecen una chuleta grasienta “para quitarme la tontería” finjo chuperretearla, evitándome problemas. Hacen burla con mi nombre, criticando que Mami se las da de sabihonda y fina siendo lo que es, pero no son capaces de echarle esas palabras a la cara, incluso agachan la cabeza, como si quisieran que los rascara, cuando saca el dinero de entre la blusa y les paga por cuidarme.
Si salimos, les divierte revolcarme en la hierba y en los charcos. Saben que me disgusta ensuciar los bonitos jerséis que me teje Mami. No veo el momento de regresar, esconderme bajo la manta y dormir para que corra el tiempo. Lo malo es cuando sueño que Mami no vuelve y debo quedarme allí para siempre; entonces lloro de tal manera que me callan con un puntapié.
Al fin, el amanecer me devuelve el taconeo y la voz baldada de Mami: “Abreee, Carlota, que soy yooo”. Noto mi corazón a mil octanos y corro por el pasillo a su encuentro. Abrazo sus pantorrillas, me aúpa y besuquea: “mi papasito, mi Rey”. Debajo de los mil olores ajenos que trae pegados al cuerpo encuentro el suyo. Le lamo las manos para limpiarla de todos y que huela solo a mí. Sabe que le perdono la ausencia por la inhumana velocidad con la que oscila mi rabo.
D. W
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