Permítaseme rescatar de la memoria un cuento que debe ser más antiguo que el mundo, pues ya se lo contaba a mi tatarabuela la suya. Aprovecho la ocasión para desearles un feliz verano.
LOS JIGOS DE JUAN EL TUERTO
Ha mucho tiempo, cuando los ricos gastaban pelucas algodonás y los pobres eran tan míseros que si no le daban al magín no movían er bigote, ocurrió esta sucedía tan verdadera como que quien lo cuenta es ciego desde que su madre lo echó ar mundo.
Había un tal Juan, enterradó y guarda del camposanto, hombre viejo y sarmentoso como una rama de vid, al que le había rebanado un ojo el arcabuzazo de un franchute del “Botella Bonaparte”, usurpador del trono de Don Fernando, padre de nuestra soberana niña Doña Isabel, a quien Dios guarde.
Pos este Juan había plantáo en el cementerio y para su provecho, un puñáo de jigueras que daba gloria verlas. En llegando san Juan se preñaban de brevas, de esas de cuello de ajorcáo, ropa de pobre y ojo de viuda que son las mejores.
A los vecinos se le iba la vista, pero solo podían comerse las que brotaban en las ramas salías pá afuera. Las demás las disfrutaba el tuerto, que tenía un solo ojo, pero dos buenos carrillos. Tan solo las compartía con el cura, pá estar a bien con Dios y el resto vendíaselas a cambio de favores, al alcalde y al boticario.
Como con la salú der cuerpo ni der alma ni con la autoriá se juega, los demás paisanos no se atrevían a tocarlas.
Empero he aquí, que, con el achaque de ver la quema de los júas, llegaron al pueblo tres mozos a los que tentó la dulzura de la fruta. Fuera por la tierra bendecía o por el alimento de tanta carne que allí pudríase, todo aquel que había catáo esos frutos juraba que eran de almíbar.
Los chavales aviaron de alargarse por las noches, saltar la tapia y darse la jitera. Al tercer día Juan el tuerto, extrañáo de que los frutos siempre estuvieran verdes, se dio cuenta del espolio y fue con las quejas al alcalde quien mandó dar tres cuartos al pregonero para que lo anunciara con trompetilla:
Se pone en conocimiento der pueeeblo
que Juan el tuerto lleva un trabuuuco
a quien robe jigos del camposantoo
permiso tiene pá darle estuuuco.
Los mozuelos, por ser forasteros, no echaron cuentas y tornaron con la mula al trigo. El tuerto, resabiáo, los recibió con má que salvas. Huyeron los pobreticos dejando un reguerillo de sangre.
Poco endispués se empezó a cascar de si no habrían entregáo la pelleja. Como no hubo cuerpo que echar al hoyo nada se le inquirió al tuerto.
Pá alivio de la concurrencia digo que los raterillos, aparte de eszollarse las rodillas al saltar desde tan alto, estaban enteros, aunque ajumáos por la leña recibía. Rebinando, quedaron en dar pábulo a la bola de sus propias muertes.
Pasó el veranillo del membrillo y llegó la víspera de difuntos. El cementerio se cuajó de flores como está mandáo por la costumbre.
Juan, que vivía en una casita dentro del camposanto, se encarruó, ya entre dó luce, a echar las llaves de la cancela. Prevenío como era se dio una vuelta por vé si a algún deudo se le había ido, además der fináo, el santo al cielo.
En llegando a las jigueras vio salí de entre ellas a tres fantasmas amortajáos haciendo aspavientos y recitando con voz patibularia:
Antes que estábamos vivos
veníamo a comé jigooss
Ahora que estamos muertooooss,
¡venimo a por Juan er tuerto!
El guarda se riló, corriendo como lebrato. Hasta el día de hoy no se le ha vuelto a ver el pico de las orejas.
Cuentan, dicen, yo digo lo que a un pobre cieguito aseguraron, que otro guarda más desprendío recibió su cargo, que malo es que se coman los gusanos gordos la breva y se quede in albis tanto cristiano.
Si les gustó la sucedía
háganle al ciego un favó,
rebusquen en su alcancía
pá echarle un real o dó.
D. W
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