jueves, 2 de junio de 2022

HÚCHAME

 HÚCHAME

Soy una niña que corre por un tortuoso pasillo esquivando fantasmagóricas manos que intentan agarrarme. Llego a mi cuarto y atranco la puerta para que no puedan entrar. Está vacío de mobiliario, pero en su centro, brillando bajo los rayos de sol que convergen con las llagas del suelo, está mi hucha de metal verde. La alzo a dos manos y noto su peso. Siento esa debilidad que a veces me invade aflojando mis músculos, mi mente y la hucha cae al suelo. Se hunde en él como una cuchara en un tazón de papilla.

 

No dan comida caliente los festivos en el comedor social, pero sí una pistola cargada con mortadela. Roo la corteza y dono el embutido a los gatos callejeros. La miga la reparto a las palomas, sin temor a las multas porque nada tengo que puedan embargarme.

 

Hoy domingo han plantado en la plaza casetas blancas. Parecen arabescos de merengue sobre una tarta de yema. Paseo curioseando los puestos. Aún conservo ropa buena así que no causo rechazo.

Entonces la veo. Entre una muñeca Nancy desmejorada y un encendedor de yesca ofrecen a mi hucha. Tal vez no fuera aquella que tuve, pero sí una idéntica. 

La tomo y me resulta muy ligera. 

  —Veinticinco euros y es suya.

   —Gracias -contesto dejándola en su sitio.

   —Es una pieza que pasa del medio siglo. Fueron una serie limitada que una entidad bancaria, ya desaparecida, alquilaba a sus clientes. No la encontrará por menos.

Quiero gritar al despiadado vendedor que la hucha me pertenece, pero no lo hago. La tomo otra vez fingiendo despego. Se me dilatan las pupilas a pesar del sol condensado. Las seis cifras de su número de serie coinciden con mi fecha de nacimiento.

Estoy rabiosa de miseria y los nervios me hacen deambular por allí, fingiendo la estúpida placidez dominguera que veo en los demás rostros.

 

Atardece cuando una pareja la adquiere sin regatear, para usarla como pisapapeles. El vendedor la mete en una bolsa y se la llevan, ajenos al corazón que destazan.

 ¡Ladrones! casi les grito. Y sin mandar en mis piernas los sigo.

Nunca he mendigado. Ni cuando tuve hambre. Ni para el autobús cuando debo andar kilómetros para ir a salud mental. Y jamás había robado. Hasta hoy. Me ha resultado muy fácil. 

Ellos se han sentado en una terraza a merendar, dejando la bolsa colgada del respaldo de la silla. Yo he pasado por detrás y la he cogido.

 

Bajo la cama me guarda, a falta de ángeles esquineros. La tiento cada noche antes de dormir y entro en letargo como si fuera un narcótico vía tópica. Intento explicarme tanta casualidad sin hallar respuesta. Y menos aún sobre la coincidencia con esa fecha idéntica a la que marcó el inicio de mi vida. Espero mi cumpleaños con ansia, quizás esto sea una señal de que va a cambiar mi suerte. Puede incluso que anuncie mi fin; no me importa, pero si vuelven los fantasmas ya tengo con qué machacar sus cabezas de barro hasta convertirlas en polvo.

D. W

 


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