EL PATER CONCILIADOR (cuento al estilo de antaño)
Un rico labrador se hallaba henchido de alegría pues su mujer acababa de darle un hijo varón, primero de sus frutos. Ya tenía quien heredara la hacienda y perpetuara su nombre y estirpe.
Sin embargo, un reconcome le enturbiaba el ánimo pues, como celoso cumplidor de los mandatos de la Santa Madre Iglesia, no podía yacer con su señora ni dormir junto a ella siquiera para solicitarle algún consuelo hasta que concluyese la cuarentena y cumpliera con su purificación. Dos semanas faltaban aún para ello y no veía el fin, hecho el cuerpo ya a los alivios que proporciona el matrimonio.
Un vecino suyo, viejo socarrón, se reía de su pena.
—¡Haz como todos, ve a solazarte con las rameras del pueblo que para eso están!
Escandalizado, el mentado dijo que semejante cosa era ir contra la santa promesa que hiciera a su esposafrente al altar de Dios, en presencia de los padres de ambos y con toda la aldea por testigos.
—No me seas quisquilloso que no se va a percatar, luego te confiesas con el fraile y santas pascuas. Recuerda que semen retentum venenum est.
Sabias creyó esas palabras, “que niño que quiere y padre que lo achucha” es lo que tiene, y dando a su mujer pretexto de negocio ineludible se fue a la mancebía.
—Muy risueño te veo, marido, buen negocio harías -dijo su prójima al verlo volver tan contento.
—Satisfecho vine, señora, cierto es -le contestó poniéndosele las puntas de las orejas coloradas. Con este hecho, a la recién parida le crecieron las suyas como liebre ante podencos, pero en semejanza a su madre y la madre de su madre y a esta la suya y así llegando hasta nuestra Madre Eva, se calló las suspicacias, que antes se alcanza a un mentiroso que a a un lisiado.
No le hizo falta indagar, pues la piadosa costumbre que las mujeres tienen de socorrerse unas a las otras, vino en su ayuda. Varias vecinas le fueron con el cuento, si bien hiciéronlo con sumo tacto, para que el mal trago no cortara la subida de la leche.
—Debes prepararle escarmiento, no es de Dios que una se desangre piernas abajo mientras ellos se divierten entre las de otras, además que lo gastado en ellas menoscaba tu hacienda -aconsejaron aquellas pías almas.
Púsose la puérpera a pensar, luego pidió que le trajesen al fraile para pedirle consejo en esta tribulación con la promesa de que, de ser efectivo, sería bien recompensado. Una hora larga permaneció en confesión el Ama y a la partida del religioso ya se hallaba confortada y con algún doblón menos en la gaveta.
Llamó al Aya, que era de su ciega confianza pues fue quien la acogió en su halda cuando salió de las entrañas de su madre, mandándola que fuera a comprar a la Tía Veremunda, la yerbera, ortigas secas para hacer polvo con ellas. Sabiendo la hechicera que servirían para escarmentar a un hombre de calzas flojas lo hizo muy a gusto y añadió algún pique más conseguido sabe el demonio dónde. La propia esposa espolvoreó con él las ropas y el lecho del dueño.
Surtió efecto “el hechizo” que el hombre no paraba de rascarse, saltando la piel al contacto de las uñas como el carpintero saca lonjas a la madera con el formón. Desesperado, hasta llegó a lavarse, aún no siendo Pascua, sin notar consuelo.
Ella, disfrutando con su desgracia, le dijo dulcemente: “pareciérame, marido, si no conociera que eres hombre cabal, que has contraído purgaciones”.
Palideció como un muerto ante esas palabras, pero pudo disimular su miedo. El vecino que tan buena dirección le proporcionó no supo darle más remedio que restregarse con agua bendita sisada de la pila, pero visto que pasaban los días y las aún más terribles noches, y la irritación iba a más decidió acudir a la Iglesia, confesando al fraile de donde creía venir su mal con la esperanza de obtener perdón, sobre todo por poner fin a la infame comezón que pregonaba su falta.
El Fray, venerable varón, después de oír el pecado ordenó al pecador:
“Hijo, debes seguir con escrupulosidad mis mandatos: ve al río esta noche y báñate, frotándote después con esta pomada que hacemos en el convento para las sobaduras que el mal herraje hace en las bestias” -al ver la cara de repugnancia del otro le regañó- “y no hagas ascos que es milagrosa”. Con parsimonia prosiguió- “después quemarás la vestimenta que llevares, cubriéndote las vergüenzas con ropajes, no solo limpios, sino a estrenar, como símbolo de renovación, así sanará tu cuerpo, pero he de advertirte que como forniques otra vez con mujer ajena ya no habrá salvación y en tres días irás a la tumba, condenada secula seculorum tu alma al infierno”
El labrador asentía a todo con la cabeza baja y rascándose más que el mono de un titiritero. El Fray, una vez obtenida la promesa de expiación y de arrepentimiento, terminó su discurso con la absolución: “de penitencia te impongo que glorifiques cada año a Nuestra Señora del Monasterio con una bolsa de doblones por sus vísperas. Ego te absolvo, potes abire in pace. Amen”.
No hay que contar que así lo hiciera, sin saltarse ni una octava.
Mientras el hombre hacía las abluciones en el río el Aya cambió sus sábanas, saneó las prendas y baldeó su cuarto a conciencia. A poco el picor y las ronchas desaparecieron.
A la esposa dijo que regalaría con gusto a la Patrona cada víspera tan opíparo exvoto en agradecimiento de que saliera indemne de este y de venideros partos la que tanto amaba. Y ella le correspondió la fineza, que no era mujer rencorosa, sentimiento que no cabe en un corazón noble.
El cristiano matrimonio fue bendecido con muchos hijos. Durante las cuarentenas, si el esposo se notaba enfebrecido, se ponía a remojo en una tina, fuera invierno o primavera.
Decía para sí el Fray mirando a las alturas y sopesando la bolsa, “quién confiesa a marido y a mujer, de los dos se hace amo”.
Que las putas iban buenas bien lo sabía él que cantaba con ellas los maitines.
D. W
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