EL AVISTADOR
Lo dijeron sus ojos azules como canicas, no por el color sino por la forma esférica y saliente, adelantándose segundos a una boca que era una simple raya en el rostro todo iris.
¿Me cambia sitio, mujer?
Pensé que estaba de broma. Había pagado un extra por el asiento de ventanilla ¿que se creía? Antes de que yo escupiera el no, explicó: Me salva de miedo a volar visionar por ella las nubes.
Aquella mirada suplicante hubo de llegarme hondo, pues mi parte empática aceptó desoyendo a mi yo egoísta.
Agradezco. Como premio le abono lo que le complazca ingerir. Tenía un acento inidentificable, rico en vocabulario, aunque no dominara bien los términos.
“No hace falta”-concluí- Favor haga, ruego -sostuvo- Poco después brindábamos con el champán más caro que tenían a bordo.
Hubiéramos vivido un romance o, al menos, un sabroso escarceo en el baño a no ser porque tras acabarnos la botella me dio la espalda, pegando la nariz al deseado balcón.
Arrepentida, maldecía mi poca autoridad de la que todos se aprovechan cuando empezó a contarme historias deshilachadas:
Tierra trajea aún de retales verdes. Los humanos la cortan como pastel. Gente no amable con ella como tú conmigo.
Yo solo podía ver su muy rasurada nuca blanquirubia, la postura tensa revelando bajo la camisa el rosario de vértebras; una serpiente huesuda hundiéndose en sus vaqueros.
Durante todo el vuelo no dejó de hablar ni se movió. Supe de su matrimonio fracasado, lo mucho de menos que echaba a su esposa. Ella llora mientras grafiaba el acuerdo. Te quiero- me decía- pero triste que seas avistador.
La voz megafónica del comandante ordena abrocharse los cinturones y permanecer derechos en nuestros asientos. Obedecemos. Sin pedírmelo toma mi mano. Doy un respingo, como en el dentista cuando irrumpe en mi boca con la frialdad del torno, pero no la retiro.
Aterrizamos y puedo recuperarla al notar como la de él cede. Le sonrío durante todos esos deslavazados minutos mientras dan permiso para desembarcar. No más se apagan las luces led, salta del asiento y salvando de una zancada mis pies, desaparece por el pasillo.
“Mal educado, encima…” murmuro. Aliso mi ropa y descubro que he estado sentada sobre un periódico todo el trayecto. La cabecera me es desconocida “PANGEA” claman las letras. Pero lo que me descoloca es la fecha impresa bajo ellas: 23 de septiembre de 2222.
Debe ser una errata, un número dos ocupa el lugar que pertenece al cero.
“MAÑANA ES EL DIA” -pregona el titular.
Las demás páginas, que no son papel sino algo fluorescente, áspero, que no sé identificar, están en blanco.
D. W
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