CAMBALACHE
Satisfecho, se retrepa en el sillón gustaviano aún sin restaurar. Por fin ha vendido la ofensiva reproducción modernista, esa bagatela insultante, tras años pudriéndose en el escaparate.
Con la debida ceremonia enciende un puro, recreándose en como el fuego lame el aromático cilindro, para felicitarse.
A ella le gusta caminar lento, acariciando el entorno con la vista. Hoy, sin embargo, corre, apretando contra el pecho un envoltorio como para evitar que se le escape, de puros nervios, el corazón.
Desprecia el ascensor y sube los escalones de tres en tres. Entra levantando el aire del piso compartido, dejando un saludo entrecortado prendido en la lámpara del techo, eclipsándose de inmediato en el universo de su cuarto.
—¿Te pasa algo? -inquieren las compañeras.
—No, todo bien.
Las muchachas, acostumbradas a las rarezas de una estudiante de Arquitectura aficionada a lo esotérico, dan por válida la respuesta.
Cuando desenvuelve el paquete aparece una caja de terciopelo deslucido donde yace pachón un collar de granates engarzados a la moda de hace un siglo. Ella se desprende trabajosamente del jersey, la electricidad estática lo pega al cuerpo, arrojándolo de sí como piel ajena. Así, desnuda, alza los brazos y se lo abrocha tras la nuca. La epidermis lechosa resalta los colores del joyel y se estremece, no por su belleza sino de su frialdad, riendo a sorbos al recordar el rostro del ladino anticuario.
Con una horquilla, desprende de su base la piedra del pendentif central. Sobre la plata ennegrecida serpentean las grafías que convierten la bagatela de almoneda en tesoro.
Aunque no fuma prende un cigarrillo mentolado, de los que su madre se permitía saborear en las bodas, rescatado de un bolso que tuvo días mejores. Las volutas huelen a cuarto de tísico que quiere curarse.
“Va por ti, mamá. Ya puedo costear tu tratamiento”.
D. W
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