NOCHEVIEJA-JA
—Si tuviera ganas de broma diría que se ha ido de cotillón.
—¡Pero, si jamas ha salido de casa!
—Desde luego por pulsión sexual no ha sido, Aivanjou lleva años castrado.
A Felisa y Andrés se les ha escapado su gato, un camastrón romano de ocho kilos que dormita dieciséis horas al día. Parece imposible, pero en la casa no está, la han recorrido docenas de veces haciendo crujir el envase de las galletas por las que se pirra y no aparece
—Pues yo no voy a cenar a ninguna parte hasta que no regrese -dice Felisa-
—Ni yo -coincide Andrés y se pone a buscar fotos de Aivanjou para hacer carteles y pegarlos en cada esquina de la urbanización. Añade que se ofrece recompensa, el dinero a veces es la única palanca que empuja a la solidaridad.
Cae la noche sin novedad y los vecinos, cansados de llamar a gritos al mínimo como Marlon Brando a Estela, se retiran de la batida con la excusa de las uvas que funcionan hoy de coartada perfecta. Andrés y Felisa, en vez de meterse dentro del smoking y el vestido festivo, se acurrucan dentro de sendos chándales y calzan botas cómodas, aunque no de siete leguas. Se meten en el coche provistos de linterna, latitas, transportín, mantas y una cesta con agua y víveres. Pareciera que van de misión a Irak si no les faltase el frontal de infrarrojos, y reemprenden la búsqueda.
Van despacio, con las ventanillas abiertas por las que sale el nombre del gato como flecha que busque diana. Son las once de la noche, ambos tienen la nariz roja y la bufanda humedecida y no solo por el frio. Andrés se contiene, pero Felisa llora a moco suelto. Crió a Aivanjou a biberón cuando lo encontraron tirado cerca de un riachuelo, con el cordón umbilical aún arraigado. Para ella es su niño y no se perdona haber dejado sin echar el mosquitero de la terraza por la que debió haber salido.
—Anda, cariño, -hoy el diminutivo rebosa ídem- vamos a comer algo que desde el desayuno no metemos nada en el cuerpo.
Ella asiente porque se encuentra algo mareada y sin ganas saca dos envoltorios plateados. Crepita el papel de aluminio mientras alumbra los sándwiches de pavo loncheado fino. Un maullido lastimero se superpone al ruido. Es Aivanjou que sale de debajo del asiento trasero con cara de sueño y pelusas en el bigote.
—¡Joío gato, has estado ahí todo el tiempo!
El animal salta al regazo de su ama y lame en alternancia cara y embutido. Suben las ventanillas con rapidez y entre los dos achuchan y besan al güevon como al hijo pródigo.
—Ea, pues ya nos dio la noche.
—Te mataría, Aivanjuecito -y volviéndose al marido le espeta: “¡no vuelvas a dejarte jamás la ventanilla del coche abierta!”
—No, si tendré yo la culpa. -Se hace un silencio solo roto por el ronroneo del felino que se ha zampado el pavo de los dos bocatas- Ahora podríamos estar en un hotel de cinco estrellas despidiendo el año.
Felisa le da un beso y rememora: “¿te acuerdas de nuestra primera Nochevieja juntos? también la pasamos en un coche, el mío de soltera. No tenías dinero para invitarme a un hotel y no consentiste que lo pagara yo. Nos tomamos las uvas y después saltamos de un año a otro mientras hacíamos el amor y malabarismos en los sillones de atrás.
A él se le humedecen otra vez los ojos, se los seca de un mangotazo y conduce hasta una gasolinera. Allí saca de una máquina expendedora dos paquetitos de frutos secos y vuelve al coche.
Siguen por el móvil la retransmisión de las campanadas en una cadena en la que no sale la muchacha sin bragas para que Felisa no se ponga celosa y se toman por cada golpe de reloj un kiko, una avellana o una pasa. Así, como los días venideros que no se sabe que regusto traerán.
Después se van al asiento de atrás y se hacen carantoñas ante la mirada gris verdosa del gato, pero lo piensan bien y se vuelven a rematar la faena a casa, sobre el colchón multielástico especial artrosis con tiras anti- lumbalgia.
Mientras, Aivanjou se lame con fruición bajo el rabo.
D. W
Me ha gustado bastante y te digo más, no son los primeros que se han pasado la no he buscando al gato, a mí me pasó hace bastantes años.
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