ANDE, ANDE, ANDE (Felisa y Andrés en Nochebuena)
—Hay que ver las horas que son y aún no han traído los menús que encargué, ¿Andrés, por qué no llamas a ver qué pasa?
El invocado, ajeno a las celebraciones navideñas, se ocupa solo de lo que le manda su mujer: elegir los vinos, descorchar el champán y hacer los encargos.
—Tendrán un follón grande con tanto reparto, pero voy a preguntar.
Cuando cuelga el teléfono está blanco como un mimo. Va hacia su mujer, que está sacando brillo a las copas, insatisfecha de como las ha dejado Sonia, su muchacha. No le sale la voz; carraspea. Al fin, vomita la frase como un extintor la espuma: “semeolvidóhacerelpedido”. Ella se gira riéndose, “anda, marido, que no son Los Santos Inocentes”.
—Cariño -usa el apelativo escudo- no bromeo.
El trapo de hilo blanco le cede los chirridos a ella: “¡que somos trece personas, ¡trece!, ¿que les damos de comer? Ya sabía yo que el numerito traería mal fario” -lloriqueando suelta: “¿como me has hecho esto, Andrés? no te lo perdonaré en la vida!”
Él piensa que la existencia es muy larga y la memoria frágil e intenta convencerla de que ya se apañarán. Aún quedan seis horas para la cena.
—¡Los vamos a sacar de sus casas para que cenen un picnic!
—La Navidad no va de trasegar cosas caras sino de reunirse y disfrutarnos.
—¡Díselo a mi hermano y concuñados! y encima Sonia libra hoy!
—¡Faltaría más, Felisa!
—No, si yo no digo nada…
Andrés va al frigorífico y lo encuentra lleno de yogures anticolesterol, paquetes de ensalada que se aburren y un sinnúmero de botellas enfriándose. Recuenta las conservas y descubre en la despensa una talega llena de pan duro. Felisa exclama:
—¡Vaya, no eres tú el único despistado! -mira con intención (mala) al marido- Sonia se lo lleva para sus gallinas.
—Su distracción será nuestro primero. Prepararé lo que comíamos en mi casa en estas fechas.
La mujer cree que le va a dar una apoplejía, desplomándose en el taburete de picar papas. “Me voy a llegar a la tienda de Manolo” y dejándola en shock, Andrés se mete en el abrigo y en el coche. Vivir en una bucólica urbanización a cincuenta kilómetros del pueblecito más cercano es lo que tiene.
Mientras, Felisa se toma siete valerianas y llama a su cuñada, contándole la desgracia y que no espere ninguna floritura para conmemorar el nacimiento del Señor.
Los invitados se encuentran con un aperitivo clásico a base de aceitunas, queso con membrillo, almendras fritas, embutidos y conchitas de ensaladilla rusa con regañás. Felisa se muere de la vergüenza, pero nadie se queja y pican relamiéndose.
Los maimones, esas sopas de ajo tan malagueñas, son un descubrimiento. Todos felicitan al cocinero que ha expiado su falta pasando la tarde en la cocina. Le aplauden como a un estrello Michelin por las papas fritas con huevos rotos, más sabrosos que los de Lucio, el célebre mesonero por cuyos ídem suspira hasta el rey. Jamás hasta ahora esos platos de La Cartuja, que costaron tres sueldos, habían sido acariciados con el rebañeo.
De postre ha dispuesto unas rodajas de piña espolvoreadas con azúcar y moscatel y unas rosquillas hechas por la mujer del tendero.
Los sobrinos disfrutan descubriendo los sabores de la exótica cena. Es la primera Nochebuena que no apechugan con canapés desbaratados, langosta chiclosa u otras viandas globalizadas que llegan en bandejas de aluminio.
Cuando los convidados se despiden dejan al matrimonio poniendo lavavajillas. Hay sartenes y ollas de las que Felisa no conocía la existencia.
—Ves, mujer, como todo tiene arreglo, además podríamos donar el dinero ahorrado en los menús al “Comedor Solidario”.
—¡Ande, ande, ande usted, Charrán! me parece muy bien, pero que te conste que nunca olvidaré este bendito olvido -y le alborota el pelo rojizo- perdóneme el Niño Jesús la redundancia.
D. W
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