NIÑAS 1900
Mi madre tenía en mucha estima un librito (apenas 8x11 cm) heredado de mi abuela, la cual nació un poco antes del “Desastre del noventa y ocho”, editado por Saturnino Calleja en el año 1900 y titulado “COMPENDIO de las más esenciales Reglas de Urbanidad y Buena Crianza para NIÑAS”.
En la introducción se lee:
“Es indudable que no todos los preceptos que se recomiendan al hombre son aplicables a la mujer, que desempeña en la vida social un papel muy distinto y por su misma debilidad y delicadeza es acreedora a excepcionales consideraciones”.
Estas palabras explican las desigualdades del presente.
Al llegar a la pubertad las mocitas dejaban la escuela recogiéndose en casa, aprendiendo a ser amas de hogar. Las de familia pobre ni siquiera eso pues la necesidad las condenaba a trabajar desde los ocho o nueve años, a menudo subiéndose a un cajón para llegar al lebrillo o a la maquinaria de una fábrica. Lo de aprender letras y las cuatro reglas no contaba para ellas.
Algunas, muy pocas, muchachas de posibles seguían los estudios contrariando la voluntad de sus padres que lo tomaban como excentricidad; una tontería que se curaba con el matrimonio.
Se educaban en el trato de usted a los progenitores, no contradecían jamás a los adultos porque de hacerlo hubieran sido tachadas de livianas y desagradecidas.
Los pasatiempos diferían entre varones y hembras que a partir de tiernas edades dejaban de jugar juntos.
A las mozuelas iban dirigidos juegos que conformaran una feminidad pazguata desde antes de echar los dientes y solo se les permitía salir a la calle un rato, vigiladas por sus mayores desde el balcón, debiendo volver sin rechistar en cuanto oyeran el golpecito en el cristal, señal para rezar el rosario.
Los labios de la mujer están hechos para orar y sus manos para coser.
Mesura siempre para no ensuciarse ni parecer marimacho. Prohibido levantar demasiado las piernas para que no se rompa lo que no se puede zurcir.
La comba era lo más excitante permitido, idóneos los entretenimientos como las palmitas, los cromos o la rueda, acompañados de canciones que hablaban de peines de cristal, un rey triste por su reina muerta y que los hombres, como Mambrú, van a la guerra.
De las verdades del barquero ni mu, cuando “tomaran estado” sería deber del marido desatar la venda de sus ojos, topándose con la realidad más cruda.
Tras años de casto noviazgo bordando el ajuar la boda soñada pasaba como un relámpago que carbonizaba el romanticismo. Empezaba la era de alumbrar hijas a su dócil semejanza e hijos a los que someterse como antes lo hicieran al padre y al marido.
Nunca se hacían adultas, niñas eternas de pelo encanecido y misa diaria, más por salir del encierro que por beatería. Mi madre, nacida a principio de los años treinta pero criada en una burbuja atemporal, jamás se puso un bañador.
Sobre esas bases de contención se fraguaban los caracteres. Milagro es que no anularan la naturaleza femenina, aquella capaz de levantar una casa, un campo y el mundo entero.
D. W
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