LA EMINENCIA
Sabe que en su estado es bueno hacer ejercicio, pero un tercer piso sin ascensor es demasiado y más sin desayunar. Una placa dorada que refleja su rostro arrebolado anuncia: LABORATORIO DE ANÁLISIS CLÍNICOS.
Cinco minutos después de haber pulsado el timbre le abre la puerta un hombre alto que lleva, casi a modo de capa, una bata amarillenta y sin abrochar. La conduce dando zancadas por el largo pasillo empapelado de diplomas hasta una sala interior.
“Espere un momento”-ordena con voz de barítono destemplado.
La mujer toma asiento en la única silla, que, por incómoda, han dejado libre los que esperan. “Tanto mejor -se dice- así será más fácil levantarme con esta panza”.
El vozarrón grita un nombre, pero nadie hace amago de levantarse. Tras varios segundos de tensión sale y toma del brazo a un joven, arrastrándolo hacia dentro. Este empieza a mascullar: “¡No porfavorporfavor!” mientras que su madre lo conmina: “Juanito, hijo, estate quieto que así el señor terminará antes”. Se oyen golpes y gritos tras la gruesa puerta de la consulta durante los veinte minutos que tardan en salir, desgreñados y sudorosos.
La mitad de los concurrentes están espantados y no se marchan porque la otra mitad, es decir, sus acompañantes, los sujetan.
Le toca el turno a ella, pero el analista la detiene con gesto más propio de guardia urbano y hace pasar delante a dos diabéticos y una monja anciana. La sor que la escolta le susurra a la joven: “nosotras siempre venimos aquí porque este hombre es una eminencia, especialista en extracciones complicadas”.
—¿Complicadas? -se extraña la gestante.
—Casos extremos de tripanofobia.
—¿De qué?
—De los que temen a las agujas, hija.
Ella empieza a maldecir a su marido por haber contratado el seguro de salud más barato.
*
—La dejé la última porque la disolución glucosada que debe tomarse puede hacerla vomitar debido a su estado, y me hubiera asustado a los demás pacientes.
A la gestante la explicación le parece injusta e incluso machista; está hambrienta y cabreada. El analista, ajeno, anuda la cincha al brazo y tantea las venas que se van inflando. Ella siente que le van a reventar, pero él se toma su tiempo palpando, enroscando y mordiéndose la lengua para concentrarse como los niños cuando aprenden a escribir. No es hasta el sexto pinchazo que empieza la jeringuilla a colorearse.
La eminencia rodea el agujero prolijo con un trazo de rotulador verde. “Ya está localizado para la segunda extracción” -dice sádicamente mientras le ofrece a beber un espeso mejunje en una probeta. Una vez bien apurado, la informa:
—Es la que uso para los análisis de orina, bien lavada por supuesto, así me ahorro ensuciar un vaso.
A ella le dan arcadas.
—Debe permanecer inmóvil, si no, invalidará la prueba, ¿o voy a tener que atarla? -a ella la broma no le hace gracia- ¿me puede decir cuanto pesa exactamente?
—Ayer pesaba…
—¡Ayer no vale, tiene que ser el peso de AHORA MISMO! -los ojos del especialista chispean.
Ella se asusta, pero logra musitar: “abajo hay una farmacia”.
Él sopesa sus cuentas, decantándose por dejarla ir, advirtiendo: “no se le ocurra comer nada, si no tendremos que repetir el proceso mañana”.
Apenas se cierra la puerta corre lo que le dan de sí las piernas, agradeciendo que la eminencia sea tan cicatera como para no tener báscula. Lo que no se le va a ocurrir es volver a por la séptima estocada.
Ni harta de glucosa.
D. W
*Publicado en “El Observador” el 5 de noviembre de 2021
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