FANTASMAS DE FUEGO Y AGUA
“Hay fincas que solo se muestran a clientes especiales, como usted”.
La empleada de la inmobiliaria le sonrió en magenta. A pesar de que la madurez y los cigarrillos habían arañado sus labios se conservaba muy atractiva.
El timbre tenía eco secular. Transcurrieron un par de minutos incómodos hasta que la puerta de forja se abrió.
— No me había dicho que estaba ocupada.
—A la dueña le cuesta desprenderse porque nació aquí, pero va asumiendo su ida.
Lo deslumbró la aparición. La anciana vestía de blanco de los pies a la cabeza. El cardado del pelo rojizo y su delgadez la hacían parecer un cirio encendido.
—Buenos días, doña Beatriz.
—Buenos tengan ustedes.
— Aquí, el señor Castilla, está interesado en su propiedad.
— Encantado, señora -saludó cortés.
— Pasen. No les digo que están en su casa porque aún es la mía. -y con ademán teatral declamó- Esta mansión la encargó mi padre en 1920 a un arquitecto excepcional que usted no conocerá porque murió joven, sin tiempo de inscribirse en la Historia.
—¿Es estilo modernista?
—Ecléctica, con los elementos que su fecunda imaginación le dictaba.
—Y el precio se quedaría en….
—Exactamente lo que le ha informado esta señorita.
El hombre giró sobre sí mismo contemplando las trabajadas vidrieras, el torreón donde instalaría su estudio de pintura, la bodega del sótano, los diez mil metros de parcela que incluían un lago insondable. Y le costaba asimilar haber tenido tanta suerte.
—¿Tiene la propiedad alguna carga?
—Amalia, dígale al señor que el motivo por el que vendo esta maravilla es mi maldita artrosis, nada más. No soy una sacacuartos.
—Nadie piensa eso, doña Beatriz. Además, le he mostrado los informes técnicos que avalan la solidez de la construcción.
—Está casa tiene mucha historia, no puede ser de cualquiera. Yo elegiré a su dueño.
—Señora, no quería ofenderla. Le aseguro que jamás la sometería a una mutilación de su esencia.
— ¡Y yo saldría de mi tumba para arrastrarlo si así lo hiciera! -la llama de su pelo oscilaba como si un viento furioso la agitase.
—¿Se ha tomado hoy las pastillas de la tensión, doña Beatriz? -inquirió solícita la vendedora-
—Pues no recuerdo, querida, digamos que sí. ¿Te has fijado en cómo brilla el lago?
—Si, está muy bello.
—¿No lo notas mermado?
—¡Por supuesto que no!
—Es el Sino, querida. Todos acabamos hundiéndonos en la humedad de nuestras lágrimas. ¿Viste el rododendro? se ha podrido.
—Estos jardineros extranjeros es que no entienden, doña Beatriz.
—No, son las sombras que se los va comiendo. Igual que a Venecia ¿te acuerdas de sus canales?
—Nunca he estado allí.
—¡Ah, es verdad! Olvidé lo que hablamos, igual que si hoy me he tomado o no las pastillas.
El comprador escuchaba atónito el diálogo. Parecía que la vieja empezaba a demenciar y por eso malvendía la casa mientras que la corredora inmobiliaria le seguía la corriente, prometiéndose una jugosa comisión.
*
La firma de compraventa se hizo unos días más tarde, frente a un notario amigo de la señora e increíblemente más anciano que ella. Le hizo el favor de desplazarse hasta la mansión para inventariar in situ las partes de la vivienda que de ninguna manera se podrían cambiar en cuanto a distribución y materiales. El señor Castilla se comportó con caballerosidad, jurando respetar siempre la decadencia del ambiente.
A los pocos días vivía allí. Sus numerosos libros hallaron albergue en los estantes de nogal. La vieja señora había donado la mayoría de los volúmenes a varias universidades, según le dijo, conservando en los anaqueles una docena de obras sobre arquitectura, escritas por su padre y el propio hacedor de la casa, entre los que se encontraba la historia de esta, así como planos y bocetos. “Pueden serle útil -le dijo la anciana- considérese afortunado, pocos hogares llegan al propietario con heráldica y libro de instrucciones”.
Castilla había vivido desde los dieciocho años en apartamentos minúsculos y compartidos hasta que empezó a medrar en su carrera. El último había sido un loft industrial donde gastaba una fortuna en calefacción para continuar helado. Y ahora, dormía en una cama de ébano de doscientos años y comía en una mesa de seis metros de largo. Sentado en el sillón orejero y con los pies sobre los morrillos de la chimenea francesa se sentía el más feliz del mundo. Su galgo, huesudo y glamouroso como una top model, pensaba igual.
Aquel día Castilla había recibido el pedido de las botellas de vino con las que inauguraba su colección. En la bodega, situada en el sótano, quinientos lechos vacíos le esperaban. Aquel espacio no conocía la existencia de plumeros, si acaso de alguna escoba para barrer los ratones muertos por vejez o aburrimiento. Las telarañas eran tan gruesas que el hombre estaba convencido que podrían servirle de hamaca.
Nunca vio sin embargo a ninguna araña, pero sentía el cosquilleo de múltiples ojos en su nuca cada vez que bajaba allí.
Sopló levemente un estante, arrepintiéndose de momento pues el polvo lo cegó. Se los restregó con los puños de la camisa y logró abrirlos a tiempo de intuir una sombra que pasó fugaz tras él. Llamó al jardinero, única persona que ese día se hallaba allí, pero no respondió. Oyó ladrar a su galgo. El animal no quería bajar por las empinadas escaleras que se internaban en sitio tan oscuro y lo esperaba arriba, ansioso de su vuelta del inframundo.
Acomodó las botellas y subió. Ya se sabe que las casas viejas gustan de jugar con sus ocupantes.
*
Unas semanas después, cuando volvió a bajar, notó como se le empapaban los mocasines de terciopelo. Levantó una losa suelta por la humedad, soltándola de inmediato. Cientos, tal vez miles de criaturas blancuzcas bullían bajo ella, sumergidas en agua. No eran insectos asquerosos al modo de las cucarachas sino más bien híbridos entre arácnidos y cangrejos. Empezaron a treparle por el pantalón así que se las quitó a manotazos y corrió a llamar al fontanero.
El exterminador de bichos no reconoció la especie. El alpinista de pernera, metido en un frasco, temblaba. Al exponerlo a la luz del sol agitó las patas cayendo pulverizado. Asombrados, vertieron sus restos sobre la mesa del jardín, parecía tiza desmenuzada.
“Deben ser criaturas fotofóbicas” -pensaron. Y decidieron eliminarlos entrando a la bodega con potentes linternas.
Los fontaneros por su parte no encontraron fugas de agua así que hubo de consultar con expertos. Estos confirmaron filtraciones procedentes del lago.
Recordó la conversación entre las dos mujeres: “todos acabamos hundiéndonos, ¿te acuerdas cuando estuvimos en Venecia?”.
Amelia, la chica de la inmobiliaria, seguía sonriendo en magenta, pero sus comisuras descendieron en cuanto Castilla expuso el motivo de la visita. “Créame que lo siento, la señora aportó un informe, que dio por válido incluso usted, sobre la idoneidad de la propiedad”.
—Quisiera hablar con ella.
—Se encuentra ingresada en una residencia. Al abandonar la casa dejó allí la poca memoria que le quedaba.
*
Sentada en el jardín de aquella lujosa institución, la vieja dama murmuraba oraciones en latín mientras pasaba las cuentas de un rosario entre sus dedos secos. Iba, según su costumbre, vestida de blanco, lo que corresponde a una doncella, le oyó decir el día de la firma, pero con la llama de su pelo cenicienta y lacia. Ahora era una vela apagada.
—Doña Beatriz, ¿me recuerda?
Impertérrita, continuaba su turbadora letanía.
—¿Era conocedora usted de las filtraciones del lago?
La memoria volvió por un instante.
—¡Bruno no conseguirá salvarla!
Después de estas palabras empezó a llorar con tanto desconsuelo que las enfermeras tuvieron que adminístrale un calmante y pedirle a Castilla que no volviera a visitarla jamás.
*
“En los libros está todo” le decía un maestro que tuvo de niño. Se encerró en la biblioteca con su galgo, poniéndose a buscar en ellos pistas sobre la cimentación y levantamiento de los pilares. En un ejemplar tatuado por el exlibris de Bruno Simone encontró un papel amarillento escondido entre el forro de piel y el cartón que la humedad había despegado.
Bruno era, además del nombre pronunciado por la anciana, el arquitecto de la casa.
Con dificultad por la tinta desvaída pudo leer: “…después de muchos cálculos he dado con la solución para drenar las aguas del lago, instalando una bomba de mi invención en la bodega, delante del muro maestro. Cada seis meses deberá ponerse en marcha durante diez días de lo contrario, en unos cincuenta años, las filtraciones sobrepasarán los cimientos, dañándolos sin remedio. Esta casa representa para Teodoro y para mí el triunfo de nuestro amor, no voy a consentir que ni las aguas, ni esas inquietantes criaturas blancas acaben con ella.
Pronto viviremos aquí juntos, bajo la apariencia de socios, pero como amantes bendecidos si no por dios, por el diablo.
Petra no sabe nada, en su ingenuidad nos amparamos y su hija, engendrada por Teodoro, será la mía también”.
Castilla miró el árbol genealógico de la familia de Beatriz, inmortalizado en una de las vidrieras. Teodoro y Petra eran sus padres y ella fue hija única.
Acercando la escala de palo santo destinada a llegar a los estantes más altos observó la cristalera de cerca. La firma de Bruno se hallaba a la izquierda del nombre de Teodoro, casi por casualidad, mientras que el de la esposa parecía algo desplazado.
El galgo aulló, asustado por el crujido de la escalera al arrastrarse.
Amalia lo llamó más tarde para decirle que Beatriz había escapado de la residencia y que probablemente su trastornada cabeza la haría regresar al hogar. Hubo de confesar que, diez años atrás, hicieron un crucero a Italia juntas, pues fue por un tiempo su dama de compañía, que le había contado que soñaba con ver la casa sumergida y a ellos dos comidos por los blancos. Decía que había castigado a uno tras la pared haciendo que el otro tuviera una existencia triste. A veces murmuraba: “soy hija de un monstruo y no he querido extender el vicio de mi estirpe”.
El galgo no le ladró al verla bajar a la bodega. Castilla la siguió con sigilo, aunque sí hubiera calzado botas de hierro tampoco lo hubiera percibido. La mujer cirio, más que centenaria, no pertenecía ya a este mundo.
Con una fortaleza insospechada descorrió un paño de estante. Las telarañas se resquebrajaron en silencio. Apareció entonces un pequeño habitáculo. Castilla encendió el potente foco previsto para aniquilar a las sabandijas, que empezaron a salir de todos lados explotando y convirtiéndose en harina. Las que intentaban escapar treparon por el camisón de la vieja pellizcando su carne apergaminada.
La luz iluminó el zulo descubriendo la bomba de desagüe. Un esqueleto ataviado con ropa de ochenta años atrás sonreía a la claridad después de tantas jornadas de tinieblas.
—Es Bruno ¿verdad, Beatriz?
—¡Era un degenerado!, él y padre lo eran. Aun siendo muy pequeña ayudé a mamá a meterlo aquí. Ahora, esta casa, símbolo de su antinatural coyunda, se inundará para siempre.
Dijo esto mientras giraba una llave que pese al óxido respondió a su mandato.
El suelo empezó a inundarse y Beatriz no paraba de reír.
Castilla, ofuscado, la golpeó, dejándola inconsciente. Intentó cerrar la válvula y no pudo. La antorcha eléctrica, en el suelo, proyectaba sus sombras en los muros.
Cargó con ella hasta fuera, dejándola en el balancín entoldado del porche y llamó a los bomberos.
Entonces el chispazo saltó tras él. No pudo verlo, pero quedó reflejado en las menguantes aguas del lago que actuaron como un espejo.
Llovió ceniza gris y polvo blanco. Castilla se sentó viendo arder lo que estaba destinado a pudrirse en el agua. A sus pies, el galgo se tapaba el hocico de lápiz con las patas.
Amelia llegó un minuto antes que los camiones rojos, encontrando al hombre y su perro hipnotizados por las llamas. Cuando sus ojos se amoldaron al resplandor vio una silueta blanca entrar en la casa. Por un segundo la vieja señora recuperó su melena flamígera hasta que su cuerpo de cera se fundió con los fantasmas que ella misma había creado.
D. W
Los diferentes colores de pelo son como un lienzo personal. Desde el rubio luminoso hasta el negro profundo, cada tono es una expresión única de estilo y personalidad.
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