OTOÑO EN LLAMAS (Felisa y Andrés 6)
Felisa trastea en el armario haciendo cambio de estación. Saca la gustosa manta de entretiempo y la extiende en los pies de la cama; adelanta en las barras un par de blazers azul marino y tostado y para Andrés, el rebecón de lana al que tiene tanto apego. Apunta que debe llevar a la sastra el Chanel, que este año los gurús de la moda han decidido que sea tendencia, para que le saque de los costados. Es lo bueno de la ropa cara, que admite arreglos sin despeinarse.
Andrés mira por televisión como la lava destruye con mansedumbre hipócrita. El monstruo que habita el volcán exige su diezmo. La mayoría de las viviendas soportan hipotecas así que se dará la paradoja de que los perjudicados deban seguir pagando un hogar inexistente. El presidente del Gobierno está en Palma; con la camisa remangada promete a las víctimas un arreglo con los bancos. Andrés apaga la tele sin creérselo y también porque la siguiente imagen viene de una granja que no ha sido evacuada y las cámaras captan los chillidos de las cabras mientras se convierten en pavesas a mil doscientos grados.
—¡Que animalada! -grita- ¡esas criaturas sienten!
—Es una “humanada”-corrige Felisa enfadada porque, como él, es animalera -me ha dicho mi hermano que sale más a cuenta que se quemen y cobrar el seguro, que de todas maneras iban a darle el pasaporte.
—Una cosa es ser criadas para carne y otra muy distinta dejar que se achicharren. Con el aprisco abierto al menos hubieran tenido alguna posibilidad.
—Dice Borjita que las ovejas y cabras son tontas y no sabrían dónde ir.
Borjita es el sobrino, el cuarto de los cinco hijos de su cuñado. Imagen viva de su padre, aunque por suerte los otros les han salido mejor.
Andrés tiene el pelo rojizo, ya apaciguado por las canas, de ahí que su alias fuera “el Antiprete Rosso”. Eso y el nombre le vienen de antepasados escoceses. Se acuerda de la verde Highland donde las ovejas blackface pacen felices. Le encabrona que paguen a los Judas treinta monedas por cadáver carbonizado y a los fortuitos sintecho, con suerte, les den moratoria de dos años y divinas palabras.
Su respeto por la vida lo ha llevado a denunciar a unos vecinos que dejaron agonizar a su perro durante cuatro días, sin conseguir que la policía los obligara a llevarlo al veterinario. Esos miserables lo re-denunciaron por calumnias y ahí lleva el caso enquistado meses, a la espera del juicio que se intuye lejano y brumoso.
El otoño se presenta volcánico por todos sus flancos.
Viendo la debacle mundial se alegra de no haber tenido hijos. Por contra el diablo (más bien el cumplimiento tenaz de los deberes matrimoniales por parte de sus cuñados) le han dado sobrinos.
Abre “Un día en la vida de Ivan Denísovich”. La dureza de su contenido, expresada como si Solzhenitsyn bebiera vodka, le consuela.
Siempre le quedarán los rusos.
D. W
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