viernes, 25 de junio de 2021

JÚA CON GUARNICIÓN

 JÚA CON GUARNICIÓN 

Por ser hembra mis padres no me permitían saltar la hoguera la noche de San Juan, opinaban que era cosa de marimachos. Debía conformarme con verlas desde el balcón, envidiando a las muchachas que eran libres para quitarse las chanclas, tomar impulso y sobrevolar las llamas. Mariposas temerarias a las que ni el fuego ni la vida les daban miedo.

Consentían, eso si, en llevarme a ver los júas. Me prevelicaban porque en el barrio sobraba salero y los muñecos siempre tenían un sorprendente parecido con sus representados. Acabando los setenta se incineraban al malvado JR y a Los Pecos, dúo de cantantes zurramangones que a las niñas nos traían soseías con sus canciones lánguidas. Los chaveas, celosos, decían que eran mariquitas. 

Llegó el día en que la suerte cambió a mi favor. Unos primos venían de vacaciones y había que cumplir paseándolos. 

Mis parientes se empeñaron en que hiciéramos un júa mechado de petardos. Yo, que jamás había explotado ni un “misto-cachondeo” me esponjé cuando me permitieron ir con ellos a buscar colchones de goma espuma para el relleno. Peregrinar de casa en casa pidiendo los estorbos para quemarlos me resultó una aventura más fabulosa que todos los episodios de Sandokán juntos. 

Ese 23 de junio fue muy caluroso. La necesidad de enjaretar al júa nos libró de dormir la siesta, mejor dicho, de sudar la cama y levantarnos esnortáos sin saber si el almanaque había cambiado de fecha.

Logramos insuflar un aspecto más o menos antropomorfo a los guiñapos que habíamos juntado. Una bata enguatá de mi abuela, bien embutida, le hizo a esta percibirlo como burla a su persona, enfurruñada exigió su desbaratamiento. Los mayores se dividieron en opinión y a punto estuvimos de tener que desmoñarla si no hubiera sido porque uno de mis primos se agenció un sombrero bombín color claro, otorgándole al monigote un aire muy diferente a nuestra ancestra. 

Llegada la noche la colocamos en la puertacalle sobre una silla desvencijada. El complemento de raso crudo le daba aspecto de Liza Minelli descolorida y harta de churros. Mi primo Manolo acomodó entre los dos guantes blancos de nazareno jubilado que hacían de manos un cartelón: “Se alquila delantero”.

Sin comprender la broma, pero no queriendo pasar por tonta me hice la tal.

 

Yo miraba la quema arrobada, celebrando cada ascua ascendente que saludaba al solsticio cuando Juanita, la del 12, me sacó del ensoñamiento con sus gritos. Forcejeaba con el novio que le impedía arrojarse a la hoguera. “¡Ma veis quemáo el bombín de novia, yo sus mato!”. Rabiosa nos escupió: “¡el sanjuaneo os va a salir caro, sinvergüenzas!”. Mi primo juraba y perjuraba que se lo habían dado junto a más trapos dentro de una bolsa, pero no se acordaba quien.

Ese año no tuvimos Tívoli ni feria, que todo se fue en sufragar la hangá que no cometimos. Cinco mil pesetas que dijo haberle costado el sombrerito de marras.

La Juanita tomaba estado al día siguiente aprovechando su onomástica y hubo de aviarse con el velo de encaje revenío de cuando su suegra se casó, que sentaba como a un santo dos pistolas al traje pantalón color hueso comprado en Gibraltar.

Manolo, cuando nos asomamos a ver “de salir a la novia” como era costumbre y enguispó la cara satisfecha de la mamá política encabezando el cortejo, dio un repullo: “¡esa tía fue la que me endiñó el bombín!”.

Entonces recordé una conversación oída en la peluquería donde se hablaba del disgusto que tenía la susodicha por ver “a su niño subir al altar con una novia disfrazá de Charlot”.

Ese día juré que solo me casaría con un huérfano.

D. W

*Publicado en “El Observador” el 25 de junio de 2021



 

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