IMPERMANENCIA
Sánchez anteponía intuición a raciocinio hasta para elegir restaurante. El garito no le gustó, aunque lo respaldaran legiones de blogueros gastronómicos; el que los camareros vistiesen de negro en verano no le parecía higiénico ni recomendable.
Al entrar le golpeó un tufo con punto de pachuli que le espeluznó la pituitaria. Fuera, el asfalto despedía olor a caucho viejo, sordo al consuelo brindado por las sombrillas blancas.
También ardía, pero de entusiasmo por comer en ese templo, su familia, ajena a la secuela de una alta minuta.
Ocuparon mesa en la calle, cercana a una fuente seca por desidia municipal, que olía a cañería, aunque a nadie más que a él parecía molestarle; pasaban tan poco tiempo juntos que se tragaba sus aprensiones con tal de darles gusto. El pequeño, que hasta ayer exhalaba olor a diente de leche, ya usaba after shave; su esposa, ahora se daba cuenta, había cambiado el perfume por colonia de mujer práctica. El mayor apestaba a tabaco disimulado bajo el fuerte desodorante mentolado. En cuanto al abuelo era como destapar una botella de anís, dada su afición a chupar caramelos de tal sabor.
Mirándolos disolvió cualquier duda en cuanto a su valía como cabeza de familia; no eran menos previsibles que cualquier otra de clase obrera con pretensiones de media.
Cada uno, excitado, escogió un plato de la carta. La magia se rompió al primer bocado: mejunjes uniformados, insípidos, exceptuando un arroz lila arreglado en agua de rosas y jazmín que dejaba el paladar resabiado, como si se hubiera lamido el ambientador del váter.
El camarero trajo la cuenta en cofre forrado de raso, afirmando más que preguntando, “todo perfecto, ¿verdad?”.
A Sánchez le dieron ganas de hacerle un corte de mangas, pero recordó la clase de yoga que le regaló su empresa: La ley de la Impermanencia o Aniccā dice que todo es transitorio, nada es eterno. Pronto estaría otra vez en casa pudiendo echarse la siesta para asentar lo no comido.
El camarero preguntó si querían llevarse “las sobras”.
—No, gracias.
— Se comprende que con el calor no haya apetito -dejó caer, sibilino, el mozo-
Sánchez, incapaz de dar la nota protestando por semejante bazofia, pagó dejando cinco euros de propina.
D. W
*Publicado en “El Observador” el 28 de mayo de 2021
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