¡AY, MAMASITA!
He vivido un cuarto de siglo siendo solo “Mamá”. Ríete de los votos matrimoniales que pueden romperse con una firma. El contrato que ata el cordón umbilical es leonino.
Sea biología o servidumbre implantada durante milenios, las madres-Atlas cargamos con el grueso de la crianza.
El no tener hermanas u otra mujer en la que apoyarme dificultó mi maternidad. Hube de aparcar mi yo- persona-femenino por mi yo-hembra-criadora. Lo que no perdí, por paradoja filial, fue mi yo-creativa. Inventaba canciones para mis hijos, les ayudaba en los deberes ponderando las Letras, el Dibujo y la Historia. Cosía, sin saber, los disfraces más extravagantes; les enseñé a respetar a los animales, peleé por ellos y con ellos, educándolos en ser decentes.
Fui madre Luna Llena.
Y, sin embargo, no encajaba con mis “colegas”. Íbamos al parque y me sentaba junto a las demás madres, coleccionistas de cumpleaños, chismes de patio e hinchas de las campeonas en amamantamiento. Yo di el pecho cuatro meses a cada hijo y deseando recuperar mi cuerpo. No reconocía esas ubres rebosantes que me manchaban la ropa y se ulceraban. Tampoco era capaz de hablarle a los niños impostando la voz y con diminutivos, me destemplan de siempre esos agudos que se lanza a los bebés.
Acabé llevando un libro escudero, protegiéndome tras él, incapaz de pertenecer a un club solo por haber parido. Entendía el compromiso maternal a mi manera.
Con todo afirmo que la infancia de mis hijos fue el tiempo más feliz de mi vida, aunque el más duro.
El mejor regalo a una madre es ofrecerle ayuda en la crianza; el mejor favor que hacerse ellas mismas es aceptarla. Y si no llega, tener el valor de anteponerse a lo prescindible e inabarcable. Porque el nido quedará vacío y solo se recordará por un día que fuiste “Mamá”.
Y una tiene muchos más nombres.
D. W
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