sábado, 29 de mayo de 2021

AZOGUE

  

AZOGUE 

“Hay tres cosas que no deben hacerse de noche: -advertía la abuela- ni colgar un cuadro ni barrer la casa ni mirarse al espejo”.

La nieta pedía respuestas abriendo mucho los ojos. Entonces la vieja ahuecaba la voz, se inclinaba hacia ella y sentenciaba: “porque llamas a la Muerte, despides la Fortuna y tientas al Demonio”.

Ambas compartían la alcobita. Llamaban así a esa habitación por ser minúscula, tanto que la cama de la niña debía ser abatible.

Cada noche, al extenderla, quedaba pegada a la luna del ropero. La tapaba con un cuadrante de lana y varias muñecas, acurrucándose dando la espalda para no verse reflejada, temerosa por la idea de que el diablo la tomara de los pelos y se la llevara al infierno, o al mundo del revés que existe detrás de cada espejo.

Por la mañana el cristal azogado volvía a ser inofensivo y útil para peinarse con la raya bien derecha y no dejarse churretes de dentífrico. 

Una noche la muchacha rezó un misterio del rosario, tal como se lo habían enseñado las monjas y pronunció tres veces la frase Vade RetroSatanás, aprendida en los cómics “Creepy” de su hermano, latinajo que aseguraba espantar a cualquier demonio por mucho rango que tuviese. Armándose de valor, pero con los párpados apretados hasta ver chispas fue retirando las muñecas y el almohadón. 

Puso las dos manos sobre el espejo. Primero abrió un ojo y no pasó nada. Luego el otro, bizqueando un poco por el esfuerzo. Se vio a sí misma al contraluz de la bombilla anaranjada que dejaban encendida de noche para protegerse de las Ánimas.

Acercó las mejillas arreboladas al cristal sintiendo su frescura, girando el rostro para atemperar el otro lado. Envalentonada sacó la lengua y lamió la superficie. Sabía casi como el hielo de los refrescos. 

¡Que tonta había sido haciendo caso a los cuentos de su abuela!, solo la asustaba para protegerla de la vanidad. 

De pronto, notó un tirón en la lengua, un tacto de dedos velludos que le provocaron ansia, como cuando el médico usa el rabo de una cuchara para mirar las anginas.

Aterrorizada se echó para atrás, sintiendo como si el músculo del habla se hubiera quedado pegado a un terrón de nieve pilosa.

Amaneció en gris y ella en encarnado, con fiebre, sin poder hablar.

“Otra vez la garganta” -concluyó su madre- 

D. W

*Publicado en “El Observador” el 28 de mayo de 2021




 

 

 

martes, 25 de mayo de 2021

LA INTERVENCIÓN

 LA INTERVENCIÓN 

Aprendí muy joven a resolver mis asuntos sola, pero hoy hubiera agradecido cualquier compañía. Tengo cita con el dentista para ponerme dos prótesis fijas. Taladrará mis encías, insertará dos tacos y enroscará en ellos los tornillos dónde irán mis muelas nuevas. 

La enfermera me pasa a la sala de espera. Me siento cerca del televisor que proyecta un fondo marino, con peces color naranja y alguno vestido de presidiario canónico, a rayas en blanco y negro.

Resultan hipnóticos en su virtualidad tranquilizante, aunque Magritte diría: “estos no son peces”. 

El valium que tomé al salir de casa va aflojando mis músculos; me veo reflejada en la ventana y tengo cara de helado derretido.

Aun sin ponerme la anestesia siento los labios de corcho; al tocarlos se desprenden, para mi horror, virutas e infinidad de dientes.

Mi falda se cuaja de ellos, imitando al lienzo de “la noche estrellada” y caen al suelo con ruido de alfileres huyendo del acerico.

Los peces se carcajean, divertidos con mi tragedia, mostrando dentaduras de estrellas de cine, lo que no es meritorio si tu jefe es odontólogo. 

Busco un pañuelo para recoger los dientes y que me los vuelvan a pegar. Sumerjo el brazo en el bolso, tanteando, y saco un huevo crudo, abierto y orgulloso tal que un Fabergé. La yema es mórbida, naranja sanguino; naranja sol atrapado bajo los párpados.

El pez más grande me insta a firmar un papel prometiendo que no revelaré que los he oido reír.

   

—¿Quiere que se lo cumplimente yo?

Su voz no suena acuática y las rayas blancas y negras se van separando hasta formar una figura humana, que me tiende el impreso de consentimiento. 

   —Me he quedado dormida -reconozco-

  — No se preocupe es el valium. Ya puede pasar a consulta.

Me levanto, noto que me llevan los vientos. Y sigo por el pajizo parqué en espiga cuidando de no pisar a Totó.

D. W

*Publicado en “El Observador” el 21 de mayo de 2021




sábado, 22 de mayo de 2021

Ca’ ANTONIA

 CA’ ANTONIA  (1945/1975)

Nunca una tienda estuvo tan limpia como la de Antonia y Ginés.

La pequeña vitrina de los embutidos, situada a la derecha conforme se entraba, no desmerecía de la de un joyero con el queso bola rojo rubí y la mortadela Mina enlatada, cuajada de perlas.

Ginés sintonizaba la radio cada noche para oír el número premiado en los ciegos y lo colocaba en un cartel que simulaba un cupón gigante, troquelado para tal fin.

  —Hiné ¿cual ha salío? -preguntaban los parroquianos-

  —Un quebraillo de dó, ¿tá tocáo?

  —¡Mecachi en tó, por uno no trinco!

Siempre estaban, la tienda era parte de su casa. Ignorando almanaque y reloj en oyendo la aldaba salían a despachar, gastando libreta en apuntes sin ser estudiantes.  Muchas notas se cobraban a principios de mes.

Tenían de todo: conservas, cervezas Victoria de litro y optalidones a granel; imposible calcular cuantas jaquecas, malos cuerpos y peores reglas aliviaron a mujeres en tres décadas.

Tras el mostrador, que era bien alto, dispensaban el tipo de ultramarino modesto que se gastaba en el barrio, ordenados en la estantería gris que ocupaba todo un paño.

La cesta venia de la tienda llena de paquetitos primorosos: canela en rama, cuarto mitá de azúcar y quesitos sueltos. O un solo yogú, no todos tenían nevera.

Ginés, que era grande y fuerte, compraba resmas de papel estraza y las llevaba al hombro hasta su tienda. Él era la memoria de las olvidadizas que no echaban los garbanzos en remojo la víspera, ella la confidente de desahogos y penas. 

Mientras se esperaba la vez las niñas empezábamos a sospechar de lo que iba la vida, escuchando las intimidades susurradas. Llegarse a ca’ Antonia era ir por comestibles y consejo. O a enseñarles los dibujos que hacíamos en el colegio; como no tuvieron hijos nos adoptaron a todos un poco. 

Recuerdo su escalón de macael, el olor alimenticio, la manivela nacarada del cortafiambres.

No existe ya la casa y ,sin embargo, muy vivos permanecen mis recuerdos; aborrezco volver a la calle de mi infancia. Lo hice por obligación una vez y me enfermé de alma.

Y sin “ortalidón” que me remediara.

D. W

*Publicado en “El Observador” el 21 de mayo de 2021



jueves, 20 de mayo de 2021

LILO

 LILO

Era como una oveja enana y greñuda que corría a jugar con mis hijos cada vez que oía llegar nuestro coche. Con dueño, pero sin amo vagaba de una parcela a otra buscando cariño. Era el capricho satisfecho y olvidado, el cachorro que al crecer deja de ser juguete.

Cuando anunciaron su abandono oficial tuvimos claro que se vendría con nosotros y así ha sido; uno más de la familia hasta su postrero aliento.

En agosto se volvió bebé viejo y hubimos de alimentarlo a cucharadas, bañándolo cada vez que se ensuciaba. Como cualquier humano senil fue perdiendo memoria hasta olvidar como beber, aunque nunca dejó de mover, agradecido, el rabito.

Esta mañana le di su desayuno preferido y agua para refrescar la boca. Lo llevamos a la clínica de Agustín, el veterinario vegano que no se come a sus pacientes. Antes de entrar estuvimos en una explanada donde la primavera ha hecho crecer flores, puede que él no se diera cuenta de que el sol lo acariciaba por última vez, lo sostuvimos al ser incapaz de hacerlo ya por sí mismo.

Después vino la sedación, siempre en nuestros brazos, y el sueño liberador le hizo abandonar la cáscara esquelética que lo aprisionaba. No me gusta decir que cruzó el arco iris ni creo que vuelva a verlo en otra vida, carezco de esa ingenuidad tan hermosa que llaman fe, pero sí estoy cierta de que su energía, que es pura como la de todo animal, se expande ya por el universo, transformándose en algo bueno.

Ojalá yo pueda irme como lo hacen mis compañeritos: sin dolor, con dignidad.

Descansa en paz, Lilo.

D. W

 


sábado, 15 de mayo de 2021

HORMIGAS

 HORMIGAS 

No sabe la de veces que se hizo la encontradiza hasta entablar conversación. En el ascensor, en la máquina de café. Adelantaba un hombro para dar al botón o tomar el vaso, en la postura que resaltaba sus pechos, intentando que sus feromonas anularan a la hueste que ansiaba ser apresada por esos brazos nervudos, de David florentino.

Una mañana la miró a ella, solo a ella, y quedaron en ir juntos por la tarde a la feria del libro.

También era aficionado a flirtear con letras.

Corrió a la peluquería, suplicando para entremeterse entre dos citas, y mientras el estilista podaba y coloreaba pensaba que “no tenía nada digno de él que ponerse”.

Oliendo aún a laca buceó en la boutique más cara del centro, emergiendo con dos bolsas y un socavón en la tarjeta.

Se saludaron con dos besos que la dejaron deslumbrada, como una presa por los focos de un cazador. Él, sin embargo, ni se fijó en su nueva apariencia.

Entre libros y junto a tal ejemplar se sentía en la gloria, no había autor ni novela que no comentara, haciéndola enmudecer. De admiración y porque no la dejaba meter baza; a él le gustaba escucharse. 

Tras huronear la última caseta decidieron sentarse en un merendero, bajo una araucaria. Sobre el albero pajizo destacaba una columna de hormigas, avanzando en su éxodo de sisifos. La mujer comentó que parecían renglones caídos de un libro.

El David, en un gesto desconcertante, las pisoteó con saña, mancillándose los mocasines con polvo y cadáveres, terminando la metáfora con la frase: “ahí llevan el punto final”.

Ella percibió los gritos insectiles entre los crujidos de la arena y se le enfriaron los huesos: “¿Por qué lo has hecho?”

“¡Porque son feas!” respondió a carcajadas, abriendo la boca, exhibiendo los dientes blanco nupcial que casi disculpan cierta halitosis.

Comprobó así que su ídolo estaba podrido por dentro.

D. W

* Publicado en “El Observador” el 14 de mayo de 2021




 

 



viernes, 14 de mayo de 2021

GOTAS

 GOTAS

“Arde el bosque y los animales huyen despavoridos; pero el colibrí va y viene del riachuelo vertiendo gotas sobre las llamas. La imponente águila le grita: ¡sálvate, loco, ¿crees que vas a apagar así el incendio?

La diminuta ave contesta sin dejar de afanarse: “Sé que solo es imposible, pero hago mi parte”

Leyenda anónima.

 

Málaga sufrió hace una semana la pérdida de su librería emblemática. Cincuenta y dos años cumplía Proteo, medio siglo que el fuego consumió en media hora.

Pero las llamaradas no consiguieron matar su espíritu. Tras el shock de aquella noche,  en la que el magnífico edificio se hizo una tea y el llanto rompió la mañana ante la carbonilla que fue libro, sus padres empezaron a reconstruirla. 

Y no se vieron solos. Una bandada de colibríes empezó a llegar con sus gotas en el pico. Cada uno con las que podía cargar, esta vez no de agua sino bálsamo para las quemaduras. Los autores que vivieron un día la magia de ver sus libros en el escaparate y se sentaron a firmarlos junto a la Muralla Andalusí, han donado sus regalías del mes. Los lectores vamos a seguir comprando online. Se ha abierto una cuenta para donativos y hay en marcha un recital solidario para recaudar fondos* Porque ni se merecen menos ni puede ser de otra manera.

Esas puertas de cristal, rotas y tiznadas, volverán a abrirse. Las viejas piedras que amorosamente quisieron preservar, permanecen inmutables. Son símbolo de fortaleza, cultura e historia de Málaga, igual que la librería.

Autores de peso ofrecen su apoyo viajando hasta aquí para firmar, delante de la fachada herida, sus libros. María Dueñas el jueves 13 de mayo. Irene Vallejo también ha manifestado su voluntad de hacerlo. Su ensayo “El infinito en un junco” lo compré allí y, casualidades, en él cita a los libros perdidos en incendios, narra el dolor que sentimos los amantes de la lectura ante la desaparición de textos, aunque esa muerte ocurriera 2000 años atrás.

En este fuego, desde el colibrí hasta el águila, haremos de bomberos. Resurgirá Proteo aún más bonita. Y toda su gente, más preciosa aún, seguirá trabajando en el noble oficio de extender el conocimiento deleitando.

D. W

*Publicado por “El Observador” el 14 de mayo de 2021



sábado, 8 de mayo de 2021

EL SILO

 EL SILO

Algunos domingos iban al Puerto a ver los barcos y las grúas, esos gigantescos mecanos que su padre aseguraba ser movidos por un sólo un hombre. 

Deslumbradora, la luz sobre las aguas rasgaba sus ojos, esos que tienen el verde entrelazado al castaño, aunque los defendiera con el tejado a dos aguas de sus manos.

Ese día el fulgor venía del suelo transformado en mar de oro.

  —Se ha derramáo una carga, ¡venga nena, llevaremos pá las palomas!

La chiquilla sacó de su bolsillo un pañuelo planchado en triángulo, lo desdobló y puesta en cuclillas comenzó a llenarlo con el trigo derramado; los granos se escurrían entre los raíles pero sus finos dedos los rescataban.

Había tantos que colmó también el pañuelo del padre. Enfilaron con su botín hacia el Parque sin detenerse a tomar las papas fritas y la Mirinda en el kiosco, como otras veces. Ese día solo los que no se enteraron que llovió maná le compraron cucuruchos de semillas a la señora enlutada.

Nunca una mano tan chica dio tanto. Las aves, que entonces no eran recelosas, la cercaron. La moda del 68 dejaba ver el inicio de los leotardos calados; la cría parecía otra paloma mostrándolos al inclinarse.

  —Papá, ¿donde guardan el tligo? -preguntó con su lengua de tres años-.

  —En un almacén muy alto que se llama Silo.

En su imaginación infantil se erigía la catedral repleta de grano y se adentraba en la penumbra como si fuera jueves de Corpus para jugar; desperdigándolos, enharinándose e hinchando los bolsillos con la mies. “Con tligo se hace pan” -canturreaba-.

Al llegar a su casa corrió a besar a su madre que amamantaba al hermanito.

  —¡Mamá, te quiero má grande que un Silo! -dijo mientras dejaba en el regazo el rubio regalo, húmedo del calor de su palma.

Y más no se puede querer.

D. W 

Publicado en “El Observador” el 7 de mayo de 2021

 



 



viernes, 7 de mayo de 2021

TEXTURAS

 TEXTURAS

Detesto los espejos. Hace tan solo unos años buscaba mi rostro en el reflejo de los escaparates, en los retrovisores de las motos, en los charcos. El yo que me devolvían era terso, una delicada acuarela de colores transparentes.

He cubierto con sedas las lunas de la coqueta y el vestidor. A mi cara la surcan ondas semejantes a la corteza de un queso y pequeñas marcas, no menos desagradables, rodean ojos y boca con la tipografía de un alfabeto impertinente que pregona mi declive.

Enmascaro mi cuerpo con ropa cara. La elegancia que presta el dinero me vuelve aceptable, habla de mi estatus, aunque cambiaría las tarjetas vip por tener la figura de los treinta años y un solo vaquero. No es fácil acostumbrarse a ser invisible cuando los coches frenaban a mi paso y no había hombre ni mujer que no me deseara o envidiara. De pequeña me decían, “estudia, que de la guapura no se come”, ¡mentira!, gracias a la mía estoy donde estoy y me baño en Moët Chandon.

Pasó el tiempo de un amante cada noche. Me gustan los jóvenes que huelen a gimnasio y que me deshacen con su poderosa musculatura. Pieles firmes sobre las que mi lengua pasee sin hundirse en pliegues de grasa.

Estos dioses ya no son mis iguales. Cuestan dinero y yo lo tengo.

Nos encontramos en hoteles discretos, sórdidos. El morbo es parte de la experiencia. Tienen todos el mismo no-semblante y la dureza debida. Cuando se van, colmadas mis ansias, me odio por no ser espiritual y conformarme con el sexo tranquilo, la conversación sabrosa y el vino añejo que prometen los hombres de mi edad. Claro que ellos también pagan por jovencitas. 

Habría aceptado el cuerpo de Ernesto en su vejez porque hubiéramos ido arrugándonos juntos. Él vería hermosas las estrías dejadas por los hijos que le hubiese parido y yo le recortaría, riéndome, los pelillos rebeldes que le fueran brotando de las orejas. Pero se fue, quemé su bello cadáver y solo quedaron cenizas. 

 

Hace unas semanas que coincido en el parque donde paseo a Lita con un vendedor de golosinas. Le supongo bastantes años aunque sus ojos, tan grandes que parecen en permanente asombro, lo desmientan. Lleva prendida una margarita de tela en la solapa.

Esta tarde, unos gamberros intentaron dar una patada a mi perra. El dulcero los increpó, desviando su furia hacia él. Pisotearon con rabia la ajada maleta que transporta las chucherías, disfrutando con los quejidos de azúcar y celofán. A mis gritos llegó el vigilante y los cobardes huyeron.

 —¿Se encuentra usted bien?, le pregunté mientras le ayudaba a recoger los destrozos y Lita le lamía las orejas peludas.

Sonriendo, me ofreció la flor de trapo, única cosa que le habían dejado intacta.

Su generosidad de Mimo me conmovió tanto que hasta pensé que podría enseñarme a amar las almas. 

 D. W

*Publicado en “El Observador” el 7 de mayo de 2021




 

 

 

 

domingo, 2 de mayo de 2021

MAYO

 

MAYO

Los días se quitan los guantes con picardía de Gilda en blanco y negro; 

así mayo se desnuda de sus nubes, prometiendo verano. 

En el jardín los gnomos esperan a que florezcan los bulbos,

y los mortales, el tiempo de guardar los calcetines.

D. W







 

 

 

sábado, 1 de mayo de 2021

¡AY, MAMASITA!

 ¡AY, MAMASITA!

He vivido un cuarto de siglo siendo solo “Mamá”. Ríete de los votos matrimoniales que pueden romperse con una firma. El contrato que ata el cordón umbilical es leonino.

Sea biología o servidumbre implantada durante milenios, las madres-Atlas cargamos con el grueso de la crianza.

El no tener hermanas u otra mujer en la que apoyarme dificultó mi maternidad. Hube de aparcar mi yo- persona-femenino por mi yo-hembra-criadora. Lo que no perdí, por paradoja filial, fue mi yo-creativa. Inventaba canciones para mis hijos, les ayudaba en los deberes ponderando las Letras, el Dibujo y la Historia. Cosía, sin saber, los disfraces más extravagantes; les enseñé a respetar a los animales, peleé por ellos y con ellos, educándolos en ser decentes.

Fui madre Luna Llena. 

Y, sin embargo, no encajaba con mis “colegas”. Íbamos al parque y me sentaba junto a las demás madres, coleccionistas de cumpleaños, chismes de patio e hinchas de las campeonas en amamantamiento. Yo di el pecho cuatro meses a cada hijo y deseando recuperar mi cuerpo. No reconocía esas ubres rebosantes que me manchaban la ropa y se ulceraban. Tampoco era capaz de hablarle a los niños impostando la voz y con diminutivos, me destemplan de siempre esos agudos que se lanza a los bebés.

Acabé llevando un libro escudero, protegiéndome tras él, incapaz de pertenecer a un club solo por haber parido. Entendía el compromiso maternal a mi manera.

Con todo afirmo que la infancia de mis hijos fue el tiempo más feliz de mi vida, aunque el más duro. 

El mejor regalo a una madre es ofrecerle ayuda en la crianza; el mejor favor que hacerse ellas mismas es aceptarla. Y si no llega, tener el valor de anteponerse a lo prescindible e inabarcable. Porque el nido quedará vacío y solo se recordará por un día que fuiste “Mamá”.

Y una tiene muchos más nombres.

D. W