TOMÁNDOME LICENCIAS (MADRID, PRIMAVERA 1890)
Tiene el Palacio de Oriente, el más grande de Europa, unos jardines llamados “del Moro” donde pena un fantasma que llora un desengaño amoroso. Las damiselas que conmovidas se acercan a consolarlo, quedan preñadas por el celo puesto en el asunto. Leyendas de Madrid, pícaras y sabrosas.
Pablo, que de niño malvivió en una buhardilla heladora con su madre y su hermano, cree una indecencia que los palacios sean para el disfrute de una sola familia.
Al pasar por el cercano Teatro Real canturrea la jota de “Los ratas”. Le priva la zarzuela pero pocas veces puede permitirse gozarla en ese templo.
Se encamina a una cita que por discreción es secreta. Sale abril y los madrileños entran en la gloria. El viento de la sierra ya no sopla matando sino que trae aromas de campo. Emigran los sabañones y dura más el aceite del quinqué.
Pablo viste la ropa que usa en los mítines, es decir, la de todos los días. En la imprenta se echa un blusón azul encima y usa manguitos.
Un chambelán lo recibe en una de las entradas de servicio, guiándolo por las tripas del palacio; subiendo escaleras, recorriendo pasillos, traspasando puertas que no lo parecen y que dan a más pasillos. Tras un cortinón se desvela el gabinete entelado de verde, con una alfombra que apena pisar y muebles finos.
De inmediato entra la reina, pronunciado un “buenas tardes” con deje extranjero. Él corresponde de la misma forma; sin reverencias. Todos nacemos desnudos, la riqueza o pobreza del pañal que nos envuelva no es mérito propio.
—Por favor, tome asiento. -Ella escoge una silla, que subraya el envaramiento del corsé. Él se acomoda en el extremo de un sofá, temiendo que la dama se parta por la cintura en cualquier momento.
—Usted dirá.
—Le supongo extrañado, Pablo, pero he oído hablar tanto sobre usted que quería conocer al líder autodidacta que escribe apasionados artículos desde muy joven. Admiro su entrega a la causa que abandera.
Pablo la mira atónito, “perdón, señora, pero solo soy un humilde tipógrafo que ha sufrido en carne propia la miseria, cuyo anhelo es que los obreros vivan con la dignidad que solo proporciona un salario justo.
— Y yo solo soy una reina a la que nunca ha faltado de nada...
—¿Y no es así? -Pablo, aunque viviendo en Madrid desde niño, conserva la costumbre gallega de contestar preguntando-
—Ha de saber usted que me educaron en el ahorro y la economía; el despilfarro, tanto de dinero como de inteligencia, es gran pecado. No ignoro que el pueblo me llama “doña Virtudes” porque mando apagar las luces a las diez, madrugo y ordeno comidas frugales. Sé que sois parco también, excepto en palabras.
Pablo, que cuando se reúne con los del partido echa la tarde con un azucarillo disuelto en agua, que no fuma y ha dormido muchas veces en el suelo de la imprenta, tiene que dar la razón a doña Cristina de Habsburgo.
—Ya que usted ha sacado la conversación... pero, disculpe que insista, ¿por qué me ha hecho venir?
Crista alisa con las manos su falda de seda negra. Queda ensimismada un momento y responde.
—Sabe usted que regento el trono hasta la mayoría de edad de mi hijo, a quien Dios guarde. Mi vida está consagrada a mantener la paz en España aun a costa de sacrificios. Su doctrina, tal como la practica, me parece una forma justa de tratar a los súbditos.
—Mejor ser ciudadanos libres, señora.
— Una discrepancia de términos nada más. Hasta donde entiendo, creo que en las manos de hombres como usted, debiérase dejar el futuro, don Pablo Iglesias Posse.
Se miraron. “No es tan fea como dicen, tiene un porte y un habla agradables”. “He aquí un hombre destinado a hacer historia calzando zapatos remendados”, pensaron para sí el uno de la otra.
La reina no olvida el consejo de su marido: “Cristinita, si muero, guarda el coño y ándate siempre de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”. Sin duda temiendo que siguiera el ejemplo de su augusta madre, que tan pródiga fue con el suyo.
—Sé -continúa- y no solo por “El Imparcial”, que su partido y los anarquistas preparan una gran manifestación para primeros de mayo.
—Reivindicamos la jornada de ocho horas y la prohibición de que trabajen los niños; niños de la edad de los suyos.
—Justo es, y así lo he expresado a los ministros, escandalizándolos. El PSOE y su figura les parecen el mismísimo demonio. Su majestad, mi esposo, que en gloria esté, aspiraba al bienestar de sus súbditos, o ciudadanos como dice usted, pero no le dio tiempo a demostrar que era un buen rey.
—El pueblo debe poder elegir a sus mandatarios.
Los ojos azules de ella se agrisan; “quiero para España lo mejor, pero sin sangre”.
—La comprendo, ese es mi único afán.
Iglesias es puntual, exacto en el cumplimiento de los deberes a su cargo, atento con todos, como ella. Resultan dos seres que, pese a la distancia social, no son del todo dispares.
Ella se levanta, tendiendo la mano. Él se incorpora estrechándosela.
—Saldrá usted por el pasadizo que usaba mi esposo cuando quería -y ahueca la voz- “tomar el pulso a mi pueblo”.
A Iglesias le pasa por las mientes la coplilla:
“¿Quién será ese buen mozo,
quién será, con capa de seda?
No es el número uno ni el dos
Es el doce por la gracia de Dios”.
Sale Cristina del aposento, despidiéndose con real sonrisa. El mismo chambelán le indica al socialista el camino.
Ya de vuelta a su casa, nota un algo ajeno en el bolsillo. Arrimándose a una farola para ver que es, resultan ser tres entradas de teatro para “La Gran vía”.
Iglesias se ríe, recordando el tango de “Doña Virtudes”, personaje cómico de la obra y mujer de gran carácter.
D. W
*Los hechos narrados son ficción, el contexto histórico y los personajes: pura historia.
*Publicado en “El Observador” el 30 de abril de 2021
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