jueves, 4 de marzo de 2021

OFRENDA

 OFRENDA

No hago el camino andando, ni debo tomar una barca protegida por el ojo de Isis para acceder a la otrora isla, los arrastres del rio Totalán la unieron a la costa.

Un modesto pabellón, rotulado como “Cueva del Tesoro”, guarda la entrada a esta catedral levantada por Natura. Entramos en cupo reducido dada la distópica situación. 

Siento una absurda aprensión bajo esas cúpulas orgánicas, inexplicable pues entonces no sabía de las leyendas que sitúan en la gruta apariciones espectrales, esferas de colores suspendidas en el aire, susurros de conversaciones en lenguas intraducibles, ruido de pasos y espontáneos fogonazos blanquecinos.

Imagino como sería a oscuras, qué juego de luces cortas trazarían las antorchas en las piedras horadadas, lamidas durante miles de milenios por el mar, emergidas de este como Afrodita.

 

En los años cincuenta, Manuel Laza, dueño del terreno, bautizó la antesala como “de la Virgen” por descubrirla un día del Pilar; debió ser emocionante, ¡lo que yo hubiera dado por vivirlo! Hay un socavón, llamado “el pozo del suizo”, que llega al dintel del infierno. La avaricia del helvético le costó la vida mientras dinamitaba galerías buscando el tesoro de Tasufín Ibn Alí, sin percatarse que la riqueza era la oquedad misma. No son pocos los que aseguran haber visto su fantasma, barbudo y desarrapado, en el limbo de los que mueren sin darse cuenta.

 

Unos pasos antes de llegar al Santuario de Noctiluca, razón principal de mi visita, el vigilante nos señala con su puntero rojo una roca que parece un camaleón y otra que simula un águila en pleno ataque. Hace falta imaginación pero se ven.

Atravieso un pasillo sinuoso y me giro, el gran betilo se yergue ante mi, poderoso.

Noctiluca tiene a sus pies un altar bicorne, en el que se encontraron cenizas de sacrificios, tal vez humanos en sus principios. Solo la presencia de un vigilante impide postrarme. En alguno de mis genes debo guardar memoria de su culto.

Seguimos hasta la “sala del volcán”. Nos advierten que sentiremos calor pues estamos a mucha profundidad, cerca quizá del corazón de la Tierra, pero no lo noto. Cuentan los viejos que, a veces cuando hay tormenta, desde la Cueva se oye el mar. Con probabilidad, alguna abertura conecta con este y sea posible acceder a ella nadando.

El recorrido turístico solo son 500 metros pero sigue, para arqueólogos y geólogos, otros 1.500. Una escalera de toscas gavillas y varios precintos lo manifiestan.

Vuelvo sobre mis pasos hasta Noctiluca. El vigilante continúa allí, perenne, quizá tema que la mancillen. Pero no puede impedir que me la lleve en las retinas. Prometo a la diosa lunar volver en peregrinación, tal como hacían las mujeres en tiempos lejanos, y ofrendarle mi mejor cuento.

Admiro la belleza de la “sala de los lagos”; allí la gruta sigue creciendo, las filtraciones de agua dulce entretejen nuevas formaciones, como uñas y pelo de un organismo vivo.

 

Salgo, vuelvo al siglo XXI, este que está siendo tan amargo. 

Puede que anuncie el principio de otra era.

D. W

*Ilustrado con el rostro de Noctiluca, según lo esculpió Jaime Pimentel.



 

 

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