MIÉRCOLEX
Llegas muy pronto, la primera. Quieres asegurarte el sitio bajo el atril. Te abrigas de la madrugada con el dintel oscuro que sobresale un tanto. Al rato llegan las otras, traen caras de sueño, el pelo tensado hacia atrás como si les tiraran de él. Podrían pasar por hermanas de un ubérrimo parto. O por réplicas de las monjas que las educan, con alivio de luto en el azul marino del uniforme.
Os afean las tablas de la falda, anchas, ancladas a una cinturilla con mal corte, la camisa amarillenta, el jersey con coderas. Tú achicaste las costuras para amoldarlo al cuerpo. Y untaste vaselina perfumada en los labios y bajo las cejas. Entresacas con disimulo mechones de pelo, ensortijándolos con el dedo ensalivado, sombreando orejas y mejillas. Así te notas femenina. Quince años no es edad para obediencias ni tiempo de esconder lo que florece.
Llama la campana arrebatada; es la hora. Enfiláis hacia dentro de la capilla que, con vosotras y la luz destilada por las vidrieras, se va llenando. Esas ventanas te gustan. Altas, insobornables. Gracias a ellas todo se endulza, la sangre del Cristo no parece tan terrible.
Te sientas donde querías, el filo de la falda casi tapa tus zapatos. La subes un poco, has conseguido que te dejen llevar plataformas con la excusa del dolor de espalda. Las demás los llevan chatos, como de hombre.
Puntual, aparece por tu derecha. Ni las vestiduras talares ocultan su porte. Te brillan tanto los ojos que crees que van a descubrir tu secreto, mas no los cierras para poder mirarlo.
“Manos atrás” -ordenan- y temes que así, el corazón desprotegido, lata tan fuerte que reverbere en las paredes, en el sagrario, en las sayas de los santos .Te defienden tus senos, que se elevan más aún por la postura que pretendía domarte.
Con lentitud, la fila va mermando. Tres, dos, una niña delante de ti. Los ojos bajos, puede parecer que en señal de humildad, pero no. Es el miedo a dejar que él lea en ellos tu deseo.
“Polvo eres y en polvo te convertirás”. La frase, salida de su boca, no te asusta pero te conmueves cuando sus dedos rozan tu frente. Quedas inmóvil, la de atrás mira a los lados. Las monjas se erizan, levantando las alas negras con que ocultan el cabello. Él te mira, ligera la sonrisa, y te toca el brazo invitándote a seguir, manchando el azul con la suave ceniza, calando hasta tu piel desnuda, electrizándote. El rayo corretea hasta el hombro, trepa por el cuello, se apropia de tu boca y musitas: “te amo”. Entonces caes al suelo, el frío del mármol te atempera.
Despiertas. Él te mira desde arriba, el David de los libros de historia no es tan bello.
“Nada, un mareo. Ese no querer comer... El Señor nos ve por dentro, ahí es donde debemos ser guapas”. Dice la madre Prefecta.
Te llevan al despacho de la Superiora, dónde hay un sofá que es inmenso cilicio, los muelles se te clavan en la espalda. La Madre Carmina te ha dejado un zumo sobre el velador. “Tómatelo entero”.
“Vengo a preguntar por la indispuesta”, su voz amada te levanta del asiento. “No se preocupe padre, ya está bien”. Así te quitan el protagonismo.
—¡Espere!
Sales del despacho a su encuentro y te mira sin verte. “Queda con Dios hija” -dice-
Las monjas acaparan su figura, humanizada por vaqueros y jersey, buscando su consejo sobre fruslerías mientras lo conducen, en volandas y arrobadas, a la puerta .
“Me haré monja” juras a ti misma. Bebes el zumo que está ácido, ceniciento.
El primer cáliz que apuras en tu vida.
D. W
*Publicado por “El Observador” el 19 de febrero de 2020
Muy bueno Dela, me recordó un sacerdote guapo al que las monjas veían embelesadas
ResponderEliminarCreo que en todos los colegios de monjas había uno. Hombres, fascinación y pecado.
ResponderEliminar