REYES (1885)
La víspera de Reyes, ya tarde, oyeron unos golpes en la ventana.
—¡Catalina, Agustina, abrirme por Dio!.
Al reconocer la voz de la comadrona se extrañaron.
—¡Ay, que tengo una mujé que lleva tre dia de parto... déjame que me lleve a tu hija pa ayudadla.
—¿Y er médico?.
—No quiere que la abran en caná y morí desangrá...y tampoco tiene habere... por tu madre quen gloria esté te lo pido!.
—Sea, pero yo voy también. Sabe que no me gusta que una mosita vea esta cosa pero no quiero cargá con la curpa de dó muerte.
Agustina tenía fama de acertar con la hierba que curaba cada dolencia y de ayudar en el trance a las parturientas dificultosas. Tenía diecisiete años y ese don.
Echáronse sendos mantones por encima y allá fueron.
La puerta calle estaba concurrida a pesar de las horas. En el patio, un hombre sentado a horcajadas lloraba sin vergüenza, impotente, viendo como su esposa agonizaba llevando su hijo dentro.
Agustina se paró en el quicio de la puerta. La mujer ya apenas gemía sumida en un estado de semiinconsciencia.
—Buenah nocheh, hermana, -le dijo poniendo la palma de su mano sobre el vientre. La partera vio a través de la piel que la criatura se movía. Se persignó asombrada de que estuviera aún viva.
Agustina le hablo dulcemente, “no tema, tu hijo estará ya mihmito en tuh brazos”.
La criatura venía de pies, asomaba uno por entre la tirante vulva. Untó su mano con aceite antes de meterla entre los sangrientos pliegues, guiando su camino.
—¡Empuja hermana!. La parturienta, con fuerzas que no imaginara jamás, la obedecía. La cabeza quedó encajada, Catalina y la partera desgranaban oraciones, Agustina en cambio, se veía segura y dueña de la situación, “¡Puja, puja!”, ordenaba.
Sus hábiles dedos de costurera porfiaron con la carne. Con un sonido de succión la cabeza quedó fuera. Una bufanda viscosa apretaba el cuello de una niña, tan pequeñita y morada como una berenjena.
La liberó del cordón que cayó a sus pies cual serpiente vencida. María sobre Belcebú.
Apretó el pechito y le dio el beso de la vida, pasándole su aliento. La comadrona metió el dedo en la boquita sacando mucosidad; entonces el diminuto milagro estornudó dos veces y rompió a llorar.
El camino de vuelta lo hicieron en silencio. Al llegar a su casa Catalina preparó una infusión de cebada mientras Agustina se lavaba. La tomaron migada con pan.
—Man dicho que tieneh mano santa pa lo enfermo.
—No sé, madre. Solo hago lo que puedo pá ayudá a lo que sufren, ¿sabe osté que le querían poné mi nombre a la niña?, le he dicho que se llame Reye, por la fecha.
—Po bien bonito que é... anda, termina y noh acostamo que mañana es casi hoy.
Al besar a su hija le pareció que se había vuelto mayor de repente.
—¡Que su don no le traiga pesareh, madre mía!, - rogó para sí, abrazándola como cuando era chica.
D. W
*Publicado por “El Observador” el 8 de enero de 2.021