SIERVA
Josefita no tenía los catorce cuando su tía la metió a servir en una casa, por calle Compañía.
La señora dudó, “parece endeblita”.
—¿Esta?, ¡que va, pa trabajá é una mula, ya verá osté!.
—Bueno déjamela. La llamáremos Fita, que es más corto.
Quedó de interna. Dormía en el cuartito cercano a la puerta de servicio. Le pareció palacio, con catre para ella sola.
La señorita le llevaba tres años y pasaba las mañanas bordando.
Por las tardes, después de la siesta, se acicalaba para la tertulia.
La existencia de las dos muchachas no podía ser más dispar a pesar de cubrirlas el mismo techo.
Doña Adelina tuvo un novio. La guerra se lo llevó y aunque no llegaron a recibir las bendiciones le guardó estado de viudez.
Fita hacía la casa plegándose a las excentricidades de su ama, “la pobrecita tiene mal los nervios desde el 36”.
Debía lavar la ropa a mano, incluyendo toallas y sábanas y planchar hasta las ruillas. “Las lavadoras no desinfectan, destrozan”, sentenciaba la señorita.
Oían misa diaria, ambas con velillo, pero las diferenciaba la buena ropa, el corte de peluquería y las perlas de una con el coco canoso y la batita de percal de la otra.
Rozaba los ochenta años doña Adelina cuando decidió irse a una residencia, así se lo dijo a Fita:
—Niña, me ha dicho don Jesús el administrador que con mis rentas y la venta del piso podré pagarme la estancia hasta que Dios me llame.
—¿Y cuando noh vamo?.
—No, tú no. Para las dos no llega, me ha dicho don Jesús que te puedes quedar en el hueco escalera, blanqueado quedará muy bien. Y con los ahorros que debes tener... ¡porque hija, nunca has gastado en nada!.
Fita la miraba asombrada, ni recordaba la última vez que le pagó, ¡si ni estaba asegurada!. Doña Adelina siempre decía que eso eran tonterías habiendo confianza.
Se sintió menos que perra de compañía.
El estupor rompió en pregunta, “¿pero allí lavan a mano?”.
—Naturalmente, dice don Jesús que es como un hotel de lujo, dado lo que cuesta... el piso lo vendo amueblado, tú puedes quedarte con una cosa, de recuerdo.
Fita, tendida en su catre, miraba hacia el ventanuco que daba al ojopatio. Sintió las dos en el reloj del comedor.
Atravesó a oscuras y descalza la casa en la que había vivido toda su vida. Tanteó un cajón sacando de él un antiguo mantel de hilo, lo dobló en pico poniéndoselo como un mantón.
Salió al rellano y subió a la azotea.
A la luz de la luna las ropas tendidas parecían fantasmas de los que asustan a los niños.
Pasó entre ellas para percibir el aroma a jabón, a limpieza que cuesta sabañones. El olor de su miserable existencia.
Desde tan arriba las tres cruces que rematan la iglesia del Sagrado Corazón se veían cercanas y solemnes.
Sin miedo se sentó sobre la barandilla, de espaldas a la calle.
Quería irse con las pupilas llenas de estrellas.
“Envuelta en el mantel holandés, ¡qué avenate le daría!...le he dicho a don Jesús que yo le pago el sepelio. No quiero que me despellejen por dejar que la entierren en fosa común -protestaba doña Adelina-, pero el más económico, claro está, al fin sólo era una criada”.
D. W
*Publicado en la revista “El Observador” el 9 de octubre de 2020.
Fotografía propia.
Lavar ropa a mano es un ritual que despierta el cuidado y la conexión con cada prenda. En cada frotación, se añade un toque personal que prolonga su vida útil.
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