jueves, 24 de septiembre de 2020

LA RIÁ (1907)

 LA RIÁ   (1907)

Ese lunes, víspera de La Merced, se presentó barruntando lluvia aunque pasó sin mojarse. Málaga se acostó dejando la ropa en los cordeles.

Hacia medianoche la Catedral tocando a rebato y las carreras de los serenos la sacó del sueño.

Los paisanos se asomaron, con la oscuridad por venda, a ventanas y balcones. Vacilantes quinqués descubrieron el desastre.

El Guadalmedina, henchido por una tormenta descargada en su parte alta, marchaba furioso desbordándose y derribando sus paredones, arrastrando vegetación, arrancando puentes.

 Antoñica despertó alertada por su madre.

—¡Niña, que hay riá!.

Los vecinos del patio habían subido aterrorizados, los fangos se habían tragado ya las escaleras.  

—¡Que noh ajogamo, rompamo er techo pa subí ar tejao!

Pusieron silla sobre mesa para salvar la altura y con navajas y uñas arrancaron las tablas hasta llegar a las tejas.

—¡Enga, darme lah mano!.

 

 Antoñica envolvió con un pañuelo a la Rubilla, guardándola en el bolsillo de su delantal, echado sobre el camisón. Cruzó las puntas por su espalda anudándolas por delante, asegurándose de que la gatilla no se saliera.

Su padre la apremiaba, el agua a media pierna.

—¡ Zube ya!.

—¿Y ostede?...¡ Zola no voy!.

La mocita temía que ninguno de los dos lograra izarse y desobedecía por el miedo a perderlos. Su padre había perdido un brazo allá en tierras Navarras, durante la última guerra carlista, a cambio de una medalla y paga escueta. Su madre padecía de epilepsia y rogaba a todo los santos para que el mal trago no le produjera un ataque.

Alguien la ciñó por detrás alzándola hasta el tejado, quedando sin alma hasta que vio a sus padres aparecer por la tronera, abrazándolos con la alegría de los náufragos al reencontrarse. 

Dentro de la oscuridad solo las voces daban norte de la tragedia, gritos espeluznantes salían de las casas más hondas. 

Antoñica se tapaba los oídos, tiritando de miedo. Entre los tejados se cruzaban angustias

—¡Fulanita , Zutanito!, ¿ahonde estaí?

—¡Aquí, aquí, gastá cuidáo!.

Sobre el cielo rabioso, tintado de claridad rojiza, se recortaban las siluetas humanas a horcajadas sobre los caballetes, asidos unos a otros, rezando y blasfemando.

Las primeras luces alumbraron el horror. La calle era un canal de agua fangosa preñado de enseres, ramas y animales hinchados, desorbitados los ojos ya sin azogue.  

Hasta el día de su muerte, ochenta años después, Antonia dejó cada noche su ropa dispuesta para vestirse a tientas. 

Atravesaba las tormentas invocando a Santa Bárbara, dibujando cruces de sal tras la puerta, desplegando la de Caravaca, perenne inquilina del gavetín de su cómoda.

Amaneció ese 24 de septiembre a merced de la desgracia. Para los vivos se abría el panorama de verse en la miseria...una vez más.. 

Días después brotaba cebada de las entrañas del barro. Volvía la vida, con impía voluntad, a abrirse paso.

D. W 


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