SOPAS CATETAS
Mi madre pasó muchos veranos en un cortijo de Vélez. De niña padeció una enfermedad que le hacía doblar el pie derecho hacia dentro y no podía andar, curiosamente a la semana de estar en el campo corría como una liebre.
Allí aprendió a hacer ajo blanco. La ponían a quitar la túnica a los olorosos bulbos y a desnudar almendras. Después las mujeres de la casa los machacaban en un mortero amarillo, con cuidado porque saltaban como pulgas ahítas, moliendo bien el fruto para que no raspara la garganta. Se añadía pan duro empapuzado en agua y vinagre formando con todo una amalgama deliciosa. El aceite se dejaba caer lentamente hasta que ligaban los ingredientes. La pasta resultante debía desleírse con agua fresca del pozo hasta darle una consistencia líquida pero no de aguachirri.
Lo volcaban en una fuente grande donde esperaban uvas recién cogidas de la parra que sombreaba el zaguán. Para entonces llegaban los hombres de la labor y mientras se aseaban se ponía sobre la mesa el refrescante condumio.
Comían alegremente entre chistes, guasa y requiebros si alguno iba tras alguna. La vieja parra atraía a las avispas con el dulce olor del moscatel y el zumbido se unía al canto de chicharras y grillos.
Me contaba mi madre que a la cámara donde reposaban los vinos no entraban las mujeres si estaban con “sus días” porque se cortaba la fermentación. Ella siempre lo creyó, era la cosecha del año muy valiosa para hacer experimentos y comprobarlo.
Esto valía también para la mayonesa así que cuando tocaba gazpachuelo ya sabían a quien le iba a caer la faena de hacer girar la yema cruda y el aceite en el sentido de las agujas del reloj. Cada globo anaranjado toleraba como medida tres cáscara llenas de aceite, sí eran más se cortaba. El limón se ponía al final. Las claras se añadían a la olla para cocerlas junto a papas o arroz, el poner un huevo entero para cada comensal no era muy frecuente.
Si se aviaba sopa se diluía la mayonesa con cuidado en agua casi hirviendo y luego se volcaba la mezcla sobre el pan duro rebanado para evitar que supiese aguado.
Hoy tenemos batidoras potentes pero en muchos hogares se siguen haciendo con mortero, por tradición o añoranza.
Y es curioso, comidas tan familiares han acabado tuneadas en los más lujosos restaurantes, emperejiladas diría yo, perdiendo su esencia y costando un riñón. Sé de quién daría una fortuna por volver a comerlas en plato duralex en casa de su abuela. Sin langostinos, reducción de Módena ni esferificaciones.
Nos saben a gloria estas humildes y extraordinarias sopas malagueñas, veraniega una, reconfortante en invierno la otra, las dos nacidas de lo que ofrece la tierra.
Sopas catetas sin estrella Michelin.
Ni falta que les hace.
D. W.
Preciosa evocación de sabores y texturas que, espero, nunca se pierdan en nuestras casas.
ResponderEliminarGracias, Mª Amelia, hay que enseñar a los jóvenes a prepáralos y que lo caten desde niños para que lleguen a amarlos.
EliminarPrecioso tu relato, entrañable tu historia.....Aún uso un mortero como ése, igualito, igualito. Era el de mi madre, cuando se casó, hace ya 67 años y mi hija es el que usa cuando cocina en casa (ha heredado el gusto por cocinar). Mi madre hacía la mayonesa así, con un tenedor y echando el aceite con la cáscara de huevo, así me enseñó y no siempre sigo sus pasos, el único "chisme" eléctrico que uso en mi cocina es la batidora ¡¡ qué le vamos a hacer !! me mal acostumbró la falta de tiempo por mi trabajo fuera de casa. Pero sí te digo, ése gazpachuelo con papas y arroz, en casa de mi madre, en la de mi abuela, incluso en la de mi bisabuela según me contaban, siempre llevó lo que las redes de las jábegas paleñas de mi gente traían enredadas en ellas, unas pescadillas, un calamar, gambas incluso.....unos morcillones arrancados de las piedras o unas almejas arrastradas o desenterradas en el rebalaje. "Mi Cocina" no concibe un gazpachuelo sin los regalos de la mar....no era un lujo, era cocina de subsistencia, tradición marenga servida en plato de loza despostillado en casa de mi abuela y en el de mi madre en plato duralex de color marrón; yo los cambié cuando me casé por el color verde.
ResponderEliminarMe encanta leerte......es volver a vivir las tradiciones de nuestros mayores, que yo tanto añoro.
Es lógico que viviendo del mar y tan cerca a él no faltara en las ollas nunca sus frutos, se comprende que no era lujo sino aprovechamiento del medio.
ResponderEliminarEs muy bonito heredar costumbres, esas que no consisten en dinero que a tantas familias enfrentan, lo mejor que se le puede dejar a los hijos, el respeto por las tradiciones y el entorno para que a su vez puedan dejárselo a los suyos.