lunes, 10 de agosto de 2020

SIESTA (1950)

 SIESTA  (1950) 

Las sombras que se achican y el sol mordiendo los hombros marcan el mediodía con más precisión que un reloj.

Málaga es un desierto de dos a cinco de la tarde. Solo desgraciados perros sin amo o ingleses esnortaos que acabarán pidiendo asilo a la deliciosa penumbra catedralicia deambulan por las calles. Una salamanquesa mutilada escala la pared, el rabo volverá a crecerle y saca la lengua burlándose de quienes creen que su saliva hace calvas.

La ignorancia, para no aburrirse, se entretiene con la maldad.

En las casas solo se oye el cuchareteo rebañando los platos. El padre parte y reparte la hogaza, es sabido que “en casa que no hay gobierno a pellizcos se va un pan tierno”. Un gesto ancestral que afianza la figura del cabeza de familia.

Mientras la madre recoge los hijos y el marido se echan un rato. Ella se pone a coser pero se queda traspuesta. Hace tanto calor en la casa que, cuando está sola, echa las cortinas y se queda en viso. Como ahora no puede se sube la falda hasta las corvas.

Zarandea el abanico al aire sin enfriarlo.

El dormitorio del matrimonio tiene ventana al patio y es más fresco. Han llevado allí, a los pies de su cama, el colchón de los niños temiendo que les diera un tabardillo en la asfixiante alcobita interior.

Los dos pequeños se acuestan en la cama con el padre y se duermen enseguida vencidos por la modorra de la digestión.

Los otros parlotean hasta que van cayendo. La última en claudicar es la mayor que se entretiene con el juego de luces y sombras que el sol, al pasar por el transparente, tatúa efímeramente en sus brazos.

En el chilindro que hay plantado en el patio chicharras y grillos se desgañitan. Es la nana estival con la que madre Natura amaga al mundo mientras fuera llueve fuego.

La mujer despierta sobresaltada al oír el carro de la basura. Se alisa la falda y corre escalera abajo con el balde. 

Tira de él un mísero animal que le da mucha pena, siempre guarda algún mendrugo para darle. El basurero le devuelve el cubo vacío y da una palmada a los delgados flancos del equino: “¡Amos, anda borrriiiiicooo!”. Y allá que se van atarragando con la sucia carga. 

Ella entra al cuarto a despertar al marido, “Ea, la hora, enga”.  Él se levanta con la boca seca y mal cuerpo pero se refresca la nuca y los brazos en el aguamanil y se le pasa.

Echa un tiento del botijo y lo arroja a la escupidera. Bebe de un trago el recuelo que le trae la mujer y la besa traspasando a sus labios el regustillo amargo.

Aligera porque antes de salir a la calle tiene que ir al excusado común que está en el patio. 

Los críos siguen aletargados y mamá se emboba mirándolos.

Serpentea para acomodarse junto a ellos sin despertarlos y se adormece.  

El gato camastrón, desde el alféizar, les vigila soñoliento con sus pupilas en cuarto menguante . Mientras él esté allí no habrá cucaracha que tenga arrestos de entrar a molestarlos. 

D.W. 

 

 

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