OJOS QUE NO VEN...
Ella presumía de tener la casa como una patena hasta que se puso las gafas y descubrió que vivía en un mundo paralelo donde no existían juntas de azulejos ni salpicones de cal.
¡Que mal rato comprobar que los muebles de cocina fregados ayer tenían más santos que el Pórtico de la Gloria!
Sin gafas todo parecía mejor. Frotando ligeramente creía dejar cualquier superficie reluciente cuando era ilusión de su astigmatismo, bendito sea.
Se llevó un susto grandísimo al ver los pelos del gato desperdigados por cojines, mantas y los blancos peldaños de la escalera. Tuvo que llamar al minino para comprobar que no se había quedado calvo.
¡Que contrariedad ver demasiado bien, con lo feliz que era ella en la nebulosa de la presbicia!
Se sentó derrotada mirando a un alrededor que le pareció polvoriento. En ese momento el chirrín de la cerradura le aviso que llegaba su marido, al verla la saludó sorprendido:
—¡Vaya, te has decidido a estrenar las gafas!
La mujer lo miró como si no lo conociera. Le asombraron sus canas y arrugas, las cejas indómitas y las manchas pardas en las manos.
Conmocionada se miró en el espejo y vio a su madre.
—Pues ¿sabes lo que te digo? -dijo quitándoselas de un tirón- que veo mejor sin ellas.
Y metiéndolas en su funda las guardó en el cajón del aparador, debajo del mantel bueno que nunca sacaba.
... corazón que no siente.
D. W.
Este relato fue publicado por la revista “El Observador” el viernes 10 de julio de 2020.
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