EL COSTURERO
La cajita de madera verde agua con dibujos alusivos a su contenido fue un regalo de reyes cuando aún debía ser yo muy pequeña.
Mis mayores convenían en que saber coser era imprescindible para toda mujer. A pellizcos aprendí a hacer vainica y hasta a doblarla aunque nunca contaba exactamente los hilos y quedaban estrábicas. La costura no es lo mío a pesar de que buen avío me ha hecho; manejo la aguja como Caracuero la motosierra pero logré acortar faldas, alargar escotes y volver crecedera la ropa de mis niños.
Al contar como disciplina en la asignatura de “Manualidades” mi costurero me acompañaba al colegio cada lunes y viernes por la tarde. Ni idea de que harían en esas clases los varones pero coser, no. Ahora ya no se enseña a ningún sexo. Todos adanes.
Recuerdo con aprensión un “paño de muestras” que no me costó un suspenso porque mi madre me lo remediaba en casa, la monja se tragó el changüí, para mi suerte.
Decoré, para ver al abrirlo algo grato, el interior de la tapa con las estampas de animales que regalaba arroz “La Cazuela”, el que venía en celofán listado de amarillo.
Mi costurero tiene las bisagras flojas y es naif total.
No hay lata de galletas danesas que esté a su altura.
D. W. (“Lo cotidiano”).
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