SAN JUANITO
Lo único que dejó Encarna al abandonar este mundo fue una ingenua figura del Bautista niño, se lo confió a su vecina Amparo que veló por ella en sus últimos meses.
_”Pídele lo que necesites, ques mú milagroso”, fueron sus últimas palabras.
Amparo lo puso sobre la cómoda, desde allí dominaba el dormitorio pareciendo mirarla con sus ojos de cristal oscuro rodeados por pestañas de pelo natural. A la luz incierta de la mariposa parecía vivo y le acariciaba la cara, las manitas, los pies descalzos... hasta le cosió una túnica de paño porque se figuraba que tendría frío en invierno.
Ella le confesaba su anhelo: “¡ay San Juanillo si yo pudiera tener un rorro con tus ojos...”. La mujer llevaba ocho años casada y no había quedado jamás encinta. “San Juanillo, con tóa mi alma te lo pío, ¡dame un niño a quien queré!”. Su marido la consolaba diciendo que si no estaba de Dios con tenerse el uno al otro bastaba pero lo deseaba tanto como ella.
Había hecho novenas e incluso ido a Carratraca a tomar aguas que despertaran su fecundidad; de nada sirvió el dispendio, su vientre siguió plano y aumentado el desconsuelo.
Una noche sintió que una mano fría y diminuta le acariciaba el rostro, asustada abrió los ojos y vio a San Juanito sentado a su vera, en el filo de la cama y con las piernas cruzadas como los hombres en el casino.
—Amparito, me mandan a decirte que pronto tendrás quien te llame madre, no penes mas.
Dicho esto y después de besarla fugazmente en la frente volvió a la cómoda de un salto.
Despertó agitada, sin saber si fue sueño o aparición. Aún no clareaba y por la ventana entreabierta entraba un vientecillo burlón que vareaba los visillos.
Notó frío y fue a cerrarla, estremeciéndose al sentir todo su ser enervado. Se metió en la cama buscando el cuerpo de su esposo para templarse y lo halló. Fue una entrega total y alegre por la convicción que del encuentro saldría una vida, jamas él había sentido la piel de su mujer tan dulce ni sus senos más bravos. Tras la unión, abrazados aún, se miraron a los ojos convencidos de que su querer valía más que el oro.
Nueve meses después llegaba una vecinita nueva al mundo. En el corralón se celebraban con mucha alegría estos acontecimientos, sobre todo porque era la Amparo, a quien creían seca, la que brotaba.
Las comadres que lavaron a la niña se asombraban de sus pestañas dobles tal las que adornaban a San Juanito.
Amparo cantaba, rebosante de ventura y leche:
“A la nana nanita de niña chica
dedalito de plata y margaritas
A la nana nanita de la perdiz
Que mi niña Juanita se va a dormir”.
D. W
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