Eran siete las muchachas compartiendo rougue, y penas, de estas últimas lo que más.
Dormían de día pues llegaban entrada la mañana con diez años más a cuestas aunque la mayor no había cumplido veintiocho.
Les subían agua caliente y se frotaban enérgicamente con jabón de olor metiéndose después en amplios camisones. Bajaban a desayunar cebá de puchero y pan con aceite, parecían estudiantes tras una noche preparando exámenes.
Ese día Florita no bajó. Su cliente se había empeñado en atiborrarla de churros mojados en aguardiente; ¡como se reía el mamón viéndola atragantarse!. La compensó con un billete grande por la broma.
Había vomitado las tripas pero con eso pagaba cuatro meses de Internado del niño. Ahora quería dormir y que se asentara el estómago.
Atardecido comían en la cocina de la pensión. Dolores, la cocinera, las apreciaba mucho; había ayudado a abortar a varias con hierbas muy efectivas si la falta era poca y remediado enfermedades a la que su oficio exponía. No todos querían usar gomas higiénicas de “La Francesa” y había dura competencia con las pupilas de “Concha, la gamberra” entrenadas en lo más infame.
Mientras comían hablaban de cosas alegres. Alguna dejaba caer confidencias al oído comprensivo de Dolores que no juzgaba, da igual ser explotada por el mismo cabrón que por uno distinto cada noche.
Empujada a prostituirse por la misma sociedad que las demonizaba, la muchacha desvirgada por el novio bocón quedaba marcada, si salía barriga peor, sus propios padres renegaban de ellas por ser unas perdías.
Debían marchar a la capital donde, sin informes, no las aceptaban en casa bien alguna y si la señora los pedía al cura del lugar menos.
La lagartona podía seducir al pater familia, corromper al hijo sano, ser nefasto ejemplo para la hija mozuela.
Cada noche, antes de salir, pasaban a despedirse de Dolores, “por si no nos vemos más. En esto no sabe una con quien se la juega”.
La cocinera las besaba y mientras se afanaba entre ollas rezaba por ellas, no al dios de las beatas, vengativo e inconmovible, sino al de las mujeres más desgraciadas entre las desgraciadas, las prostitutas.
Hasta la más miserable de las decentes las despreciaba por “no haber sabido guardarse”, la violación nunca era creída, ponzoñosa calumnia a hombres de bien para sacarles dinero o casorio.
_”Dolores, lo jago por mi niño pero no soy puta. Trabajo con el jigo porque no me quéa otra”.
Hoy Florita no volvió. La encontraron en el puerto, la boca llena de buñuelos, los ojos muy abiertos.
Solo una nota en el periódico. “Prostituta hallada muerta”.
Entre todas la enterraron y siguieron manteniendo al hijo.
Nadie creyó a las seis meretrices que señalaron al asesino, claro está que un hombre de alcurnia y adorador nocturno no alterna con rameras.
Juraron los colegas que estuvieron de ejercicios espirituales.
El sacerdote ratificó la declaración, siempre desayunaban juntos tras comulgar fervorosamente.
Sin falta.
D. W.
*Este relato fue publicado por la revista “El Observador” el viernes 29 de mayo de 2020.
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