Despierto siendo aún noche y con dolor de cabeza; al incorporarme para abrir el cajón de la mesita buscando remedio la postura me procura un ángulo de ventana nunca antes percibido.
Por un juego de reflejos veo la luna menguante colgada del tendedero. Dudo que prenda alguna le haya quedado jamás tan blanca a la mejor lavandera.
No recuerdo haberla incluido ayer en la colada pero al ser pequeñita se infiltraría enganchada a las sábanas por una de sus puntas.
Hago la foto para perpetuar y creerme el milagro de haber tenido a la luna tan a mi disposición. De ahora en adelante por preñada o roja que esté tendrá que reconocerme que una vez le lavé la cara.
Ya no está, se ha ido, quizá porque tiene que cumplir con su horario nocturno.
Tal vez un vientecillo juguetón la haya volado al tejado vecino o tirado al suelo para alegría de los gatos.
Habrá que espiarla si es que es posible pues siete de cada veintiocho días los pasa escondida.
Como los calcetines que se pierden.
La próxima Luna Nueva miraré en mi lavadora.
D. W.
*Este relato fue publicado por la revista “El Observador” el viernes 29 de mayo de 2020.
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