CUANDO LAS COLCHAS ADORNABAN LOS BALCONES (1971)
En el barrio de la Trinidad se recibía junio con alegría, no era para menos trayendo su fiesta; la llamaban “Corpus chiquito” aquellos que solo tenían grande las ganas de salir palante con poco más que salero. En mayo se encalaban fachadas y patios poniendo cada uno sus perrillas pá la cal y se arreglaban las macetas.
La mañana del domingo onomástico amanecían las calles limpias, baldeadas la víspera. Eugenio, el quincallero, era el encargado de levantar un altar al principio de la calle, también orientaba a las vecinas en el adorno de los patios. Por ser sarasa tenía un gusto exquisito, amén de mucha maña para amortajar a los difuntos.
Me gustaba bajar con las niñas mayores a ver si las colchas que adornaban los balcones estaban bien colocadas: “échala má pa yá” o “remete que cuelga”.
Inolvidable olor a naftalina e incienso. Las prendas del ajuar eran para estos casos, la visita del médico y el puerperio de su dueña.
Llegaba el cura bajo palio sosteniendo la custodia con las sagradas formas y parando en los portales donde había impedidos que administrar comunión. Mientras el sacerdote cumplía los que sostenían el toldo se echaban un pitillo, solían ser vecinos destacados por su mejor posición económica o disposición capillita. El caso es que se consideraba honor por una vez hacerle sombra a la iglesia.
Nuestra impedida se llamaba María Josefa y no salía jamás de su sala, era una pasita que no daba ruido la pobre, su sobrina le llevaba la comida cada día. Casi ciega y sorda, sin tele, radio ni libros porque aunque hubiese tenido no sabía leer, pasaba sus días esperando a la muerte y rezando. La visita del cura la sacaba de su triste limbo una vez al año.
El momento álgido era por la tarde cuando procesionaba la Virgen, antes se despejaba la calle para que cupiese el trono. El quincallero recogía sus preciosos jarrones de calamina y las ricas telas prestadas para el altar, no fueran a desgraciarse; las colchas volverían ventiladas al baúl revestido de lata coloreada.
Ese día se almorzaba un arroz, en casa naturalmente; pocos tenían para el bisté con papas en cualquier bar de calle Mármoles.
La chiquillería que ese año había hecho la comunión daba el toque de ingenuidad, engatusados con la posibilidad de volver a vestirnos de reinas o mariscales nos hacían desfilar varias horas, calladitos y con las manos en postura pía. Yo fui contenta aunque pronto me cansé, con siete años recién cumplidos me imaginaba seria algo más que verle el cogote velado a la que iba delante. Para colmo no me dejaron tomar una Mirinda por miedo a mancharme los organdiles.
Menos mal que me sacaron antes del recorrido y fuimos a Casa Luis, una heladería entrañable en la calle del Tiro.
La felicidad sabía a tutti frutti y costaba tres pesetas.
D. W.
*Este relato fue publicado por la revista “El Observador” el viernes 19 de junio de 2020.
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