CROQUETAS
Hay cierta cadencia al elaborar las croquetas. Se toma un pegote de masa, se le da forma alargada, se empana doblemente. El proceso se repite hasta convertir el delicioso engrudo en pequeñas matrioshkas. Después se fríen.
A Porfiria le gustaba que salieran calibradas para comerlas en dos bocados como había oído que se hace en las recepciones de postín.
“Las croquetas son como yo -se decía- hechas de sobras y con mucho trabajo encima”.
Rumiaba que de no haber dejado su trabajo para cuidar de su madre ahora las estaría preparando para su propia familia.
Hubo de renunciar a demasiadas cosas pero su obligación de hija no le dio opción. “Con las rentas de papá nos sobra, no vas a penar por un miserable sueldo mientras se lo come el pagar mercenaria que me asista”.
Y así, con este argumento, Porfiria perdió las riendas de su vida.
Con las telenovelas conoció la teoría de la pasión. Aprendió la forma precisa de acariciar la nuca de un hombre y a ronronear como es debido pero jamás hizo las prácticas.
Imaginaba que de haber sido valiente hubiera vivido tórridos romances y ya, en la madurez, se habría acurrucado plácidamente con el amor definitivo.
Puso sobre un plato una servilleta de papel donde aliviar al frito de su exceso. Luego, con delicadeza, las pasó a la bandeja de servir y las llevó humeantes hasta la mesa, orgullosa del color dorado conseguido.
_”Se te han quemáo”, despreció la vieja, “tantos años de chacha y no sabes darles el punto. Si no fueras mi hija te echaba a la calle por fullera”.
Amoldada a los desaires simuló no ofenderse.
_”Lo que digas mamá, pero tienen buen sabor, pruébalas”.
Para no estar a su gusto tragó una docena bajándolas con vino que es “bueno para el corazón”.
_”No has comío ná, así estás que pareces una escoba...Oye, Porfi, me estoy indisponiendo... tráeme el bicarbonato”. Las últimas sílabas se perdieron en un eructo.
Porfiria se levantó de la mesa y fue a su cuarto. A la hora salió de allí vestida con el traje de chaqueta que estrenó en la boda de un primo, quince años atrás.
La madre daba los últimos estertores sobre la mesa pero aún pudo decir: “¡Inútil, todavía no lo has encontráo!”.
Marchó la hija portando su maleta y algo de dinero.
Se alojó en un hotel caro, pidió servicio de peluquería y belleza, cenó con Moët Chandon y cuando se terminó el cash ella misma llamó a la policía.
La cárcel real se le antojaba paraíso.
D. W.
* Este relato fue publicado por la revista “El Observador” el martes 28 de abril de 2020).
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