Levantaba muy temprano la corredera de la mercería y volvía a echarla quedándose ahora del otro lado, ataviando seductoramente a las maniquíes del escaparate.
Después pasaba revista al probador entelado, con tres espejos y sus correspondientes focos para que la clienta se viera en cinemascope. Completaban la bombonera un sillón tapizado en terciopelo, un velador y un perchero dorado donde dejar la ropa.
Por último fregaba el suelo con un detergente discretamente perfumado.
Solo cuando se volvía a poner el pantalón de pinzas y la camisa bajo una rebeca sin una sola bolita, abría al público.
Su madre llegaba a media mañana, hecha ya la compra y el almuerzo común.
Había heredado de ella la habilidad de manejar a la clientela, superándola con creces pues además amaba el oficio.
La sección de mercería era un gran mueble constituido por docenas de cajoncitos preñados de botones, cremalleras y cintas, cuyo orden se sabía ya desde niño aunque lo suyo era atender el mostrador de lencería. Acertaba la talla de sujetador de cualquier mujer al primer vistazo, con una mirada tan profesional que a ninguna molestaba, antes bien, agradecían pues solía añadir: “si me lo permite creo que este modelo sentará mejor a su constitución”, ahorrándoles pruebas inútiles.
Después sacaba los catálogos con las piezas más atrevidas dejando caer: “los recibí anteayer y están volando, si quiere probarse alguno sin compromiso...”
Salían todas de allí gastando más de lo pensado pero encantadas.
Su madre le alababa la pericia: “¡Ay hijo, si tuvieras esa labia para procurarte novia...”
Él hubiese cambiado su verborrea por poder lucir esas prendas en público sin que le costara un disgusto.
Hubo un tiempo en el que los sábados noche peregrinaba hasta Torremolinos, un Camelot donde los caballeros podían ser damas con desparpajo.
Hasta que llegó el dragón.
Unos borrachos al percatarse del encaje bajo su blazer le pusieron los pies en el suelo del hospital.
Dijo a su madre que se había resbalado.
Cuando la mujer lo contó en el mercado el carnicero se río:
_“¡Naturaca,, perdiendo tanto aceite...!”.
Ella, que siempre se hizo la tonta, le soltó:
_ “¡Má vale perdé que engañá!” y remató a voz en grito:
_ “!MATAGATOS, vendiendo Micifús por conejo!”.
D. W.
*Este relato fue publicado por la revista “El Observador” el viernes 22 de mayo de 2020.