PRIMERA Y ÚLTIMA (1950)
En su casa trabajaba bordando ajuares para uno de los más exquisitos comercios del ramo.
Le llevaban los lienzos ya cortados. Hilo, holanda o felpa se convertían por la gracia de sus manos en prendas extraordinarias.
Desde las seis de la mañana hasta mediodía pasaba dándole al pedal de la máquina de coser, acompasando el triquití / triquitó con el bullir del puchero puesto a la lumbre.
Luego echaba un lienzo sobre la labor y emprendía los quehaceres domésticos.
Remangada limpiaba la ventana que daba al corredor mientras canturreaba zarzuelas con voz entrecortada por el esfuerzo.
Al mover los torneados brazos se agitaban sus senos y las redondeces de las nalgas. Alzada sobre los tacones de garrucha, con la falda de capa ciñendo las caderas parecía una diosa proletaria.
Un vecino anciano siempre la requebraba: “Paquita, ía, que hacendosa é osté”.
Ese día subiendo las escaleras la encontró tan hermosa que le salió del alma decirle, “¡Chiquilla que bien le sienta esa farda!”.
Su esposo que justamente venía detrás oyó la galantería.
Nada dijo pero cogió a Paquita del brazo arrastrándola dentro de la vivienda, cerrando la puerta tras ellos.
Con faz desencajada la apabulló “¿que tienes con er vieo?”.
_”¿Estáh chalao, que voy a tené? ¡ná!”.
_”¡Mentira!”, gritó muy alto cerca de su cara, salpicándola de rabia y saliva, anudando sus manos al cuello y apretando con fuerza. Ni la mirada de asombro más que miedo de esos ojos que tanto decía amar le paraban.
Jadeaba la mujer hasta que la rabia se impuso al estupor.
Nunca la había tratado así.
Paquita le sacaba una cabeza y era fuerte, así que le dio un empujón y lo tiró de culo.
Sobre el damero de baldosas quedó el hombrecillo.
Del costurero sacó las tijeras de sastre, grandes como las tenazas de un demonio, levantándolas sobre él.
_”¡Como me guervas a poné la mano encima te la jinco, por mih muerto!”, escupió besándose los dedos en cruz.
Una amazona no hubiese tenido más arrojo.
El vencido, más avergonzado que furioso, avanzó a trompicones hacia la puerta, al abrirla encontró medio corralón apiñado fuera.
Ella, recomponiéndose, lo despidió como si nada.
_”... Que no se te orvíe lo que teencargao. ¡Con Dió!”.
Y volviendo el espléndido pandero a sus vecinos siguió limpiando los cristales.
D. W.
*Este relato fue publicado por la revista “El Observador” el viernes 6 de marzo de 2020
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