OIR PARA CREER
“Mi casa es mi castillo” dicen los ingleses y yo. Puedo pasar semanas sin pisar la calle si no tengo un compromiso u obligación ineludible.
Creyéndome a salvo de las angustias del confinamiento compruebo que me enerva la ausencia de sonidos.
Veo menos que Pepe Leshe pero por contra me otorgaron los genes oido de tísica. Percibo hasta el ruido del papel que se le caiga al vecino.
Hasta hace poco, aún de noche, las pisadas de los madrugadores crujían al pisar las sombras, apresurándose en llegar al trabajo.
Poco antes de las 8 sentía aullar la sirena del colegio cercano llamando a los aspirantes a bachilleres, y a las 9 al resto de la chiquillería. El soniquete de sus troileys y sus voces infantiles, algunas ya con gallos, marcaban el verdadero inicio del día.
Ahora no se oye nada, ni la furgoneta del tapicero especialista en discotecas.
El camión del carpintero de aluminio yace varado como el esqueleto metálico de un ser extinto.
La atmósfera parece de duelo, de duelo del antiguo sin radio ni tele. Hasta los pájaros parecen no atreverse a piar, quizá extrañados al no ver a esos grandullones bipolares que tanto les tiran una pedrada como les arrojan pan.
No he visto golondrinas más vergonzosas que las de este año, cantan bajito, quizá percibiendo algo anormal.
De vez en cuando unas patitas perrunas telegrafían optimismo, dando fe de que aún quedan humanos dentro de las casas. Nunca sabrán lo que se pierden quienes no aman a los animales.
De noche, el ronroneo de mis gatos me conforta llamando al sueño, tan escurridizo estos días.
Simon y Garfunkel cantaban a “Los sonidos del silencio”. Pasé la vida tarareándolos, dándoles la razón...
Nanai, este espeso vacío auditivo me está dejando sorda.
Espero volver pronto a oír la vida.
D. W.
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