miércoles, 15 de enero de 2020

SUEÑO ORIENTAL

SUEÑO ORIENTAL 
“Hasta que no suene el timbre no se puede entrar”, advertía el solemne empleado de la Musikverein en un inglés con deje alemán. 
Entrar en la sala de conciertos más famosa del mundo da respeto. Es más grande y más pequeña que parece por televisión. Si, ambas cosas a la vez.
Nuestros asientos estaban al lado de una de las puertas, cerca de una cariátide de senos dorados, tan turgentes como solo en   escultura o cirugía pueden serlo.
Acomodadoras Rottenmeiers regañaban a todo aquel que hiciera fotos, pero se hacían las tontas si no se abusaba.
Una pareja con rasgos exóticos cargada de bolsas de los más exclusivos comercios se sentó al lado. Gracias a que faltaban cinco minutos para empezar el concierto porque el ruido del papel acomodándose bajo los sillones sonó estruendoso,  magnificado por el espacio.
Arrancó la orquesta. El repertorio era ligero como corresponde a la temporada de verano en Viena. Valses y piezas muy  populares, reconocibles por turistas poco entendidos deseosos  por fardar de haber estado allí.
El recinto carecía del profuso ornato floral de Año Nuevo tanto como los asistentes de glamour pero se suplía con el entusiasmo de los maestros y el irónico humor austriaco del director.
Los japoneses de las bolsas se quedaron dormidos nada más  apagarse las luces. Eso sí, cuando terminaba una pieza se despertaban, ignoro por mor de que gracia, y aplaudían.
Entre palmas y palmas hasta roncaban. Ganas daban de hacerles  “clic, clic, clic” chasqueando el paladar.
Hubo momentos que temí que el cabezón del hombre cayera sobre mi hombro, pero como estaba bien alineado topaba con el asiento frontal. 
Acompañaron la marcha Radetzky en pleno sonambulismo, por mis muerto lo juro. 
Acabó la función con el público más contento que harto de cerveza, aplaudiendo a los entregados músicos.
Se encendieron las lámparas y nos vimos a todos de pie, sonrientes.
El oriental que había entrado con una lustrosa cabellera reflejaba ahora todo el dorado de la sala en la lironda franja central de su mollera.  
Enganchada a una astilla de la butaca delantera colgaba su peluquín como del cinto de un piel roja. 
Dela Uvedoble 
*Publicado en la revista “EL OBSERVADOR” el viernes 10 de enero de 2020. 

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