ATADURAS
Los perros se metieron en la parcela en venta cuando avistaron al conejo. El animalillo fue más rápido que los canes dándoles esquinazo para alivio de sus amos que temieron lo peor.
Ya que estaban dentro se recrearon en mirarla. Era espléndida con una suave pendiente desde la que ofrecía lindísimas vistas, lástima no tener dinero para comprarla.
Requería además mucha inversión pues no estaba ni siquiera vallada. Tenía, eso sí, algunos árboles y arbustos que pese al nulo cuido o gracias a eso lucían maravillosos. Su dueño no debía haberla disfrutado en años, dejándola en manos de un agente inmobiliario que solo plantó un cártel.
Hacia la mitad, cerca de donde parecían haber empezado a abrir los cimientos de una vivienda, se alzaba un olivo.
Ya de lejos se le notaba un no se qué doloroso en la figura.
Al acercarse vieron que estaba rodeado por un grueso cable que lo unía a una estaca.
Habiendo querido enderezar su tronco desde chiquito, al crecer sin manos que las quitaran a tiempo, las bridas acabaron por incrustársele.
Casi podían oír sus alaridos.
Sacaron sus navajas de excursionistas y con suma piedad empezaron a desbridarlo.
Quizá pasara una hora porque dio lugar a enfriarse el sol.
Los perros, hartos de zascandilear, se tumbaron junto a ellos jadeando, la rosada lengua llena de tierra, tiesas las orejas, pendientes de la delicada intervención en la que se entretenían sus humanos.
El olivo quedó liberado, sus monstruosas cicatrices se las confiaban a la clemencia del tiempo que todo lo cura.
Bajaban contentos hasta el coche, los perrunos saltando con ganas de pienso y manta, los humanos igual pero añadiendo vino y película.
Esa noche la luna era redonda y roja. A su luz las heridas del leñoso cuerpo se veían carnales, su flujo que mueve mareas le sirvió de bálsamo.
El árbol sintió retornar la savia desde la raíz hasta el más lejano fruto para henchirlo, y aulló de gratitud desde el fondo de sus entrañas verdes.
D. W.
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