miércoles, 8 de enero de 2025

DEL ROJO AL VERDE

 DEL ROJO AL VERDE

 

Cada siete de enero, sin falta, descuelgo los adornos de Navidad, reúno todos los dulces desperdigados en una sola bandeja donde irán enranciandose (o serán la solución para un capricho de azúcar cualquier tarde fría) y volvemos a comer fruta de postre. Me gusta poner como plato estrella de este día, el primero libre de la histeria que nos asalta en estas fiestas, una verdura servida de forma esplendorosa. El retorno a lo verde y natural debe ser a lo grande. Hogaño me he decantado por las alcachofas, benéficos frutos del huerto por su poder de limpiar el hígado. He escrito “fruto”, pero la alcachofa no es una verdura sino una nutritiva flor con un corazón carnoso, dispuesto a entregarse a docenas de exquisitas preparaciones culinarias. Para reiniciarnos con el año las he preparado con sencillez: les he cortado el tallo y despojado de sus hojas más duras, de las que suelo roer el uñero blanco porque su amargor me recuerda a la infancia cuando mi abuela me las ofrecía si entraba en la cocina a mendigar un refrigerio (a los niños de antes nos criaron para encontrar palatable la textura de lo crudo) luego, así enteritas, las he cocido en agua con un poco de sal. Después de comprobar que estaban tiernas pinchándolas, dejé que escurrieran bocabajo mientras yo quitaba los adornos para encerrarlos en su madriguera del trastero hasta el próximo veintitantos de diciembre.

Una vez templadas y haciendo acopio de la paciencia de un mono, he ido abriendo sus hojas con la delicadeza de quien acaricia un libro antiguo hasta dejarlas como un nenúfar de Monet. Tras esta operación, las he pasado levemente por la plancha manchada apenas con buen aceite de oliva. Una ligera lluvia de sal gorda, que suavizará sus aristas con el calor, las adereza estando listas para ser degustadas con parsimonia. Esta es otra ventaja de esta flor maravillosa: su alto poder saciante. Al masticar hoja por hoja se experimenta el mismo placer que al comer pipas, con la virtud de ser más nutritivas y menos calóricas.

En los siguientes días desfilarán por mi mesa coliflores, calabazas, berenjenas… y volverán las amadas legumbres tanto en potajes como en ensaladas templadas. Queden los guisos interminables y elaborados en cuarentena. Concluyeron las fiestas su entente dulzón y grasoso ¡viva la grácil normalidad!

Dela W




martes, 31 de diciembre de 2024

PARÁBOLA DE LA HACENDOSA

  

PARÁBOLA DE LA HACENDOSA

Estos últimos meses he abierto mucho el costurero. La ropa, esperando la cirugía ambulatoria apilada en una silla y los gritos lastimeros de las cortinas pidiendo ser liberadas del nudo que impedían su arrastre, no dejaban mi conciencia en paz. Puntada tras puntada he dejado los deberes hechos. A cambio, tengo los dedos como acerico. Ahora me invade la calma del deber cumplido. Ya puedo morir con la satisfacción de que no me crean dejada.

Haciendo balance me percato de necesitar una visita a la mercería. Debo bajar al Centro, pues en mi barrio ya cerraron todas. De una de ellas traje tremenda cantidad cuando hizo liquidación, pero al fin, es material fungible y veo que hay canutillos de hilo exhalando su postrera bocanada. Me recuerdan a un cuento que leí siendo niña, de esos con moraleja y moralina: una señora deja en testamento dinero y joyas a sus ingratos hijos y sólo un costurero, provisto eso sí de cientos de carretes, a la sobrina que la cuidó durante su enfermedad. La chica no tiene más remedio que ejercer de modista para no morirse de hambre y, como cose una barbaridad, gasta pronto las hebras descubriendo que están enrolladas en billetes del más alto valor (hoy serían de 500€ con el consiguiente problema con Hacienda, pero eso en tiempos de Maricastaña no se contemplaba) En mi caso la bobina es cartón o plástico y se muestra tan desnuda como la calva de un alopécico. Es hora de reponerlas y hago una lista de los colores que necesito, confiando en acertar. El ojo humano es incapaz de memorizar los tonos exactos y las fotografías mienten aconsejadas por la luz, buena abogada del diablo cuando quiere. Pongo los hilos agonizantes sobre una mortaja blanca y disparo la cámara. Ya tengo algo qué enseñar a la dependienta, aunque acabaré comprando tonalidades parecidas. Las tintadas nunca son iguales ni siquiera si provienen de la misma fabrica.

Todo esto pudiera ser metáfora de un año que se va, raído por frotarse con mil imprevistos, y de otro venidero reclamando zurcidos semejantes a bordados, incluso vainicas, pero quizá se tenga que conformar con parches. Yo solo pido hilos y luz sincera para poder hacer mis arreglos. Lo demás… he de confiar que se me dé por añadidura.

D. W




jueves, 26 de septiembre de 2024

GATOS, PIEDRAS Y OUZO

 GATOS, PIEDRAS Y OUZO

 

El avión sobrevolaba en círculos la ciudad como si fuera un mosquito pensando en cómo atacar un plato de fruta madura. Una tormenta cubría con nubarrones a Atenas y no dejaba aterrizar ni al propio Hermes, el de los pies alados, si se lo hubiese propuesto. Tras media hora de vueltas, saltos y algún gritito, al fin pudimos tomar tierra. Yo, siendo miedosa para conducir, no experimento ningún temor en los aviones. Creo que de entre las personas en cuyas manos dejamos cada día y sin pensar nuestra vida (médicos, niñeras, cocineros) las de los pilotos son las más fiables.

Gracias a esa lluvia la ciudad se presentaba rozagante y pecosa de charcos, ya tomada por la noche, pues el sol da la espalda a los viajeros que van hacia el Este.

 

Desde la terraza del hotel ya había visto la figura del Partenón iluminado, pero llegaba la hora de mirarlo cara a cara. La llegada a la Acrópolis fue emocionante. Aún siendo apenas las ocho de la mañana ya nos habíamos reunido allí un buen número de viajeros. Nos tocó en buena suerte una guía pizpireta. La primera parada fue en el teatro donde la leyenda dice que tuvo lugar la primera actuación escénica del mundo. No hay que explicar que en toda Grecia mito y realidad se aúnan formando la historia. Sea como fuere en ese lugar hoy vive Drama, una coqueta gata gris de pelo largo, que hace honor a su nombre. Bajo el sol y encima de las gradas, muestra a sus espectadores la altivez felina de su talento para acicalarse.

El Partenón deslumbra. Sus ocho columnas y la gracia de sus proporciones lo hacen parecer menos macizo, diría casi etéreo. Con el cielo azulísimo de Grecia por fondo se me antojó recortado del libro “Maravillas de la antigüedad” que yo releía sin cesar siendo niña y adolescente. Aún no era consciente de estar frente a él, pero las Cariátides que sostienen el pórtico del vecino Erecteión me lo confirmaron. Ellas son copias, las verdaderas se encuentran abajo, en el muy recomendable Museo de la Acrópolis, bueno, solo cinco de ellas. La sexta se halla solita en el British de Londres, junto a una infinidad de tesoros arqueológicos expoliados (es sabido que, estando lleno, lo único inglés que hay en el Británico es el pudín reseco de su cafetería) Me fijé en los peinados de estas danzarinas sagradas, llegando a la conclusión de que las muchachas griegas de hace dos mil quinientos años gozaban de una mata de pelo envidiable, tal es el grosor de sus trenzas magistralmente trabajadas en ondas, diferentes en cada una de ellas. Eso o que ya tiraban de extensiones capilares.

 

Las mañanas en Atenas son para callejear por el “mercado de las pulgas” y los portales del barrio de Plaka convertidos en tiendas. Allí se pueden encontrar joyas, piezas de plata con piedras semipreciosas a buen precio y mejor diseño, bajo las miradas de ciento de millones de ojos mágicos que prometen proteger del mal de ídem, semejantes a los que adornan la proa de las antiquísimas embarcaciones malagueñas llamadas jábegas. Las visitas a lugares descubiertos como el Ágora o el Panathinaiko es mejor reservarlas para horas en las que el sol sea más misericordioso. Me lo aconsejaron los gatos que pululan entre las ruinas y a los que los helenos tratan como a dioses. Sin tener hogar, los felinos se consideran propiedad de todos. Se les construye refugios, se les castra dejando una leve marca en su oreja y por supuesto se les alimenta. No faltan cuencos con agua en todas partes, ciertos de que jamás un griego los pateará como es común hacerlo en otras partes del mundo entre las que España se encuentra. Los felinos entran y salen de las tiendas y los comerciantes les sirven pienso y los saludan de la forma más cariñosa que un humano puede comunicarse con un animal. Es pura simbiosis, conmovedor ver como hasta el más humilde vendedor de tenderete que pasa doce horas en la calle para sacarse unos pocos euros y poder sobrevivir comparte con ellos el gyro del almuerzo. Porque un gato griego es un Dios desahuciado del Olimpo, pero con su dignidad intacta. Al igual que sus compatriotas humanos saben de crisis y de penurias, lo dicen sus carnes magras y sus ojos de filósofo, entre tristes y sabios, entornados por la fuerte luz de Atenas.

 

Cuando la gazuza aprieta nada más fácil que sentarse a aflojarla en uno de los restaurantes locales. La comida griega es gustosa, sencilla y sana. La única gente con sobrepeso son los turistas. El local suele tomar de refrigerio fruta de la estación, rajas de coco o pequeñas roscas de pan vendidas en puestecillos callejeros. Solo vi un McDonald y estaba en las afueras, yendo al aeropuerto. Los precios, en general, son más sensatos que en el resto de Europa. Por la noche es costumbre acompañar la cena con música en vivo por un suplemento en la cuenta de entre tres y cuatro euros. Música alegre que contagia a los comensales de ganas de vivir y de bailar imitando a Anthony Quinn, pero con menos salero. En este país no he tenido problemas para alimentarme. Siendo vegana es complicado a veces, pero allí pude tomar empanadillas de espinacas o hinojo, ensalada griega apartando el queso feta, dolmades (hojas de parra rellenas de arroz especiado) y unas bolas de calabacín frito con sésamo. También hay bastantes establecimientos veganos en los que probé platillos griegos típicos, pero sin carne de res ni cordero, sino con una proteína vegetal: musaka, gyo y kebab. A destacar que sirven, nada mas sentarte y aunque pidas bebidas, enormes vasos de agua fresca como cortesía y también para acompañar al ouzo, un aguardiente ligeramente anisado, imprescindible en el aperitivo de los helenos. En el país de las seis mil islas aún perdura una atmósfera provinciana, dicho este apelativo despojado de su connotación peyorativa. Me recuerda a la Malaga de mi niñez, llena de comercios particulares en los que se trataba con el propietario. Tiene la ciudad un aroma solo percibido por quienes hemos tenido la suerte de vivir en la autenticidad.

 

Tras la comida, si la siesta está fuera de tus planes, lo mejor es tomarse un café griego si no te dan grima los posos. Recuerda pedirlo con tres cucharadas de azúcar porque está bastante amargo y se endulza durante su preparación en puchero. Espeso y negro cual melena de musa, te despejará para poder disfrutar de los museos, aprovechando las horas de insolación puesto a resguardo. Si te gusta la opera no te prives de ir al de “María Callas”. Yo hubiera pasado allí toda la tarde porque poseen multitud de grabaciones originales para gozarlas con auriculares. Podrás admirar sus trajes, las partituras, sus gafas llenas de glamur…y mirarte en el espejo donde se maquillaba y que probablemente tantas veces la vio llorar. Desafortunada fue en amores, pero bendecida con una voz que le ha valido la inmortalidad.

 

Los sábados y domingos por la mañana se celebra la liturgia en las iglesias ortodoxas. Es gustoso entrar en ellas, se asemejan a un joyero. Imbuidas en un horror vacui entrañable, doradas como la envoltura de un bombón, hundidas respecto al nivel de la calle pues todas tienen más de mil años, invitan a entrar y prender una vela pidiendo favor para nuestros seres amados, tengan dos o cuatro patas. Soy agnóstica, pero me impresiona el fervor con el que hombretones hechos y derechos se persignan tres veces ante los iconos, besándolos después. Terminado el culto, dejan en la puerta una canasta llena de albahaca u otra hierba aromática bendecida. Yo, ignorante, no me atreví a llevarme un manojito, pero al ver como los fieles lo hacían, tomé una hoja y la guardé en el pecho.

Los sacerdotes ortodoxos visten su habito talar negro y un sombrero alto y redondo hasta en la calle. Coincides con ellos en todo lugar y en el metro suelen ir ensimismados con el móvil. La modernidad dando su mordisquito a la tradición.

 

En la plaza Sintagma se alza el monumento al soldado desconocido, custodiado las veinticuatro horas por sus compañeros. Es una imagen muy típica la de estos soldados ataviados con unos zapatones terminados en pompón, ejecutando una especie de danza en honor al fallecido en combate. Si quieres verlo al detalle puedes ir a partir de las once de la noche. El rito es igual de ceremonioso y hay poca gente. Cada hora en punto se hace el relevo. Durante la guardia se les prohíbe hablar y moverse. Tienen siempre cerca otro militar pendiente de ofrecerles agua. Solo les esta permitido comunicarse con pestañeos.

Esta icónica plaza ha sido testigo de la moderna historia de Atenas, la declaración del país como república y las protestas por los recortes de numerosas crisis. Es inolvidable la desastrosa del 2008, cuando un profesor jubilado se inmoló por la rabia de no poder vivir con su exigua pensión después de trabajar durante más de cuarenta años. Aún hay barrios a los que es mejor no acercarse si eres extranjero. Cuidado de reservar allí el hotel, son buenos, pero por ese motivo están más baratos. La drogadicción ha hecho estragos y la mendicidad es frecuente, incluso utilizando críos de pecho. Preguntado el guía por esto, arguyó que solo la ejercían los gitanos, a los que el gobierno deja por imposibles, permitiéndoles tener a sus niños sin escolarizar y estar exentos de problemas por ello, algo que en la España actual es impensable. Eso sí, hasta el mocoso que no levanta un palmo sabe tocar un instrumento y lo hace magistralmente sacándose un dinerito. Es un espectáculo oírlos y la gente se suma a ellos aplaudiendo y cantando. A pesar de ser chocante e injusto resulta magnífico pues son genialidad pura. He visto a la policía reírse de una gitanilla a la que habían levantado del escalón se una tienda pija del centro, porque ella les respondió con un corte de mangas la mar de garboso. Porque esa es otra, si ves policías pertrechados como artificieros por las calles ricas de Atenas, no te preocupes: no es que pase algo es para que no pase nada. Atenas, cuyo nombre viene de la poderosa diosa Atenea, vive hoy supeditada al turismo, aunque este sea en buena parte cultural, y debe proteger a quienes pagan.

 

La última noche hicimos un viajecito en barco para ver el atardecer, lo que resultó imposible porque, al igual que el día del arribo, se nubló y la mar anduvo picada. Yo, influenciada por tanta leyenda, di en arrojar por la borda un poco de mi vino, al puro estilo de Santa Elena entregando al mar uno de los clavos de Cristo, pero como ofrenda a Neptuno. No pasaron ni dos minutos del gesto cuando las aguas se calmaron, pudiendo disfrutar del resto de la travesía y del piscolabis de fruta, canapés y encurtidos. El patrón liberando el ancla, dio licencia a quienes apetecieron bañarse en el Egeo bajo una luna crecedera. Quién quiera creer, que crea.

 

Sin darme cuenta llegó el día de partir. Mi avión salía casi de noche, así que aproveché la jornada yendo a visitar la que se presume como prisión de Sócrates, tres rejas excavadas en una colina frente a la Acrópolis, tras las que se supone vivió sus últimos días antes de ingerir la cicuta. Hubo lugar también para recorrer las tiendas por si encontraba algo deseable y apartado de lo tópico. El día antes había visto un anillo de turquesa combinado con una media luna creciente de plata y un lucero de madreperla. Y me enamoré. La joyera me hacía precio si lo pagaba en cash, pero me estaba muy grande. No problem -dijo- asegurándome que, al ser taller, me lo podían achicar. Y cumplieron con lo dicho. Salí de la tienda luciendo el anillo que llevaba siglos buscando sin saberlo, después de acariciar a dos gatos adormilados cerca del mostrador, a los pies de una matriarca que bendijo la venta con aires de deidad antigua.

Lo que de ninguna manera me rebajé a comprar fueron penes. Si, han leído bien. Allí el atributo masculino es símbolo de buena suerte y se vende como llavero. Con sinceridad, no vi a ningún nativo con tal “adorno”. Si bien es cierto que hace dos milenios se procesionaba un falo gigante durante las fiestas en honor al dios Baco, hoy han quedado para broma chusca. Los fabrican en colores vistosos, disponibles en varios tamaños, desde picha-gato a dildo prodigioso. Por eso sí algún conocido va a visitar Grecia, le encargáis un recuerdo y os responde con un te voy a traer una polla como una olla, no lo tachéis de grosero y daos por correctamente regalados.

Me gustaría despedir la crónica con alguna palabra griega, pero apenas aprendí a saludar con kaliméra y kalispéra, y a pedir las cosas palakaló, descubriendo una lengua preciosa, con cinco vocales rotundas como nuestro español. Por eso mi inglés de parvulario pareció crecer y entendía más que otras veces. Al fin, siendo malagueña, debo tener gotas de sangre fenicia y ambos pueblos compartieron mitos e historias, pudiéndose decir que fueron casi parientes. He vislumbrado rasgos de mi hijo en los rostros de los jovenes griegos. Es muy bello descubrir que también pertenezco a la tierra donde nacieron la filosofía, la ética y la democracia, madre de los pensadores que empezaron a imponer la razón y la lógica frente a las supersticiones. Atenas es la ciudad donde Saulo predicó en la colina de Areópago, sobre el Ágora, el evangelio de Jesús resucitado, termino que conquistó a muchos de sus ciudadanos pues lo interpretaron literalmente. La mezcla de todo esto es la cultura por la que aún se rige Occidente.

Dela Uvedoble

Septiembre de 2024

 



 


viernes, 6 de septiembre de 2024

POR LOS AIRES (Felisa y Andrés, matrimonio fetén)

 POR LOS AIRES

(Felisa y Andrés, matrimonio fetén)

 

A lo tonto me he pasado el verano durmiendo en uno de los dormitorios que tenemos para cuando se quedan a dormir los sobrinos. Como ya son grandes solo pernoctan en Nochebuena o si discuten con sus padres. El resto del año están vacíos, aunque a prueba de inspección. Felisa los tiene en perfecto orden por si llegan de improviso. Hasta cambia las sábanas cada semana, se hayan usado o no.

Pues como iba diciendo, he sido yo quien ha dormido en ellos por culpa del aire acondicionado. Yo considero que la flama es connatural del estío. Me tomo un vaso de gazpacho, me enjuago en la ducha y con esas mañas tengo de sobra para dormir como si fuera un rorro harto de teta. Sin embargo, mi querida costilla es calurosa y eso que años ha que ha pasado a mejor vida (no, no es que haya muerto, es que ya terminó con los sofocos de la menopausia y se ha quedado en la gloria). Aún así, llegando julio, enchufa el aire y no lo apaga. Ella no lo apaga, pero yo si. De esta forma el periodo estival se convierte en un infierno (y no por las temperaturas lo digo) Entre nosotros estalla una sucia guerra incivil: Felisa deja la casa como un frigorífico y yo voy detrás trampeándole el termostato a los mandos. Aparte nos bombardeamos con frases terribles, de esas que son causa de divorcio.

          —Hijo, debes tener la sangre más fría que una víbora. 

          —La que tiene fría otra cosa eres tú, que no dejas que me acerque desde mayo.

          —Eso, encima picha brava… ¿pero a quién le apetece el triqui-triqui con este bochorno?

          —¡Pero cúal bochorno si la casa parece la cámara de la morgue!

          —Pues con el aire y todo me derrito en sudor.

          —Mira, como no quiero pillar una pulmonía me voy a dormir al cuarto de los niños.

           —Ya tardas ¡jopo!

Los otros dormitorios también tienen su correspondiente aparato maligno para el cuerpo, que no aprende a regularse, y para el medio ambiente, pero yo no los enciendo. Felisa me restriega que ella recicla y con eso cumple. La verdad es que tenemos unos ocho cubos distintos para cada desperdicio. Le reconozco el mérito de haber sacado de uno de los muebles bajeros de la cocina sus tres vajillas preferidas para hacerles sitio. Claro que a cambio tuve que comprarle una vitrina holandesa de seis mil euros donde reubicarlas, pero eso, al fin y al cabo, fue una buena inversión.

 

Llevamos todo el verano sin hablarnos excepto para lo imprescindible. Y lo imprescindible son las vacaciones. Siempre la tomamos en septiembre porque es nuestro aniversario. Ya mismo ella se pondrá melosa y, a medida que avance el mes, irá ampliando la conversación para decirme dónde le apetece ir. Esa es la señal de que se aproxima el armisticio y el fin de mi obligado celibato.

         —Andrés, llevo dos días que no prendo el aire. Te lo digo para que lo sepas -dice la muy ladina poniéndose de puntillas para besarme la (incipiente) calva a la vez que acerca sus casi olvidados encantos a mis narices. Y yo bendigo al otoño, que buena rima me trae.

D. W




viernes, 23 de agosto de 2024

MARIQUILLA Y YO

 MARIQUILLA Y YO

 

Aquella feria Mariquilla y yo teníamos veinticuatro años. Quedamos en vernos en su casa, las dos vestidas de gitana, ella de impoluto blanco, yo de rojo clavel, tal el que dice la copla. Más de tres décadas después, mirando la foto que nos hicimos, veo que la Mari me mira de reojo y con una media sonrisa socarrona, quizá pensando que seguirá para siempre joven y una servidora se va a ir marchitando cual uva a pasa. Tuvo razón a medias porque ella se llevó la peor parte aguantando ataques de energúmenos que coloreaban sus volantes con sprays grafiteros y rompían la cancela que delimitaba su espacio personal. Y la Mari, aunque de piedra, sentía ese vandalismo como si sus carnes fueran mortales. Visto el plan, el Ayuntamiento decidió jubilarla, privando a la plazuela de su duende.

Cuando fui a presentarle a mis hijos ya no estaba. Pregunté en los comercios circundantes y nadie supo darme norte. Unos dijeron que la habían oído llorar mientras la envolvían en sucias y rudas mantas para subirla a una camioneta. Otros, sin embargo, juraron que hizo un corte de mangas gritando “¡no sois dignos de tenerme, so merdellones!”

Su paradero es incierto. Puede que esté aburriéndose, junto a otros adornos urbanos, en cualquier almacén municipal o tal vez eleve de categoría el chalé de alguien, cosa que siendo impropia me parece más digna.

Yo soy criatura proclive al ensueño, empeñada en dar alma a lo que por lógica humana no la tiene. Y con la Mari no iba a ser menos, así que le deseo, dondequiera que se halle, que “viva” feliz durante toda su inmortalidad, que nos encontremos de nuevo, antes de entregar mi pelleja y que le pongan al lado un gitano de bronce, fortachón y con guantelete de hierro, para que le parta la boca con él a quien intente dañarla. (Permitidme -incontables lecturas decimonónicas me obligan- “plagiarle” una de sus leyendas al señor G. A. Bécquer)

Dela Uvedoble

 

*Mariquilla es obra del escultor malagueño Adrián Risueño Gallardo




 

 


martes, 30 de julio de 2024

EJECUCIÓN

 EJECUCIÓN

 

El hermoso animal se encuentra de repente en un planeta amarillo y ruidoso, con olor a sangre alborotada. Cuando el lanceo del sol ceja en su empeño, siente una fría puya en las costillas y su bramido queda cegado por el de la turba ansiosa de saborear muerte ajena.

El hermoso animal busca la flor nacida en la pradera ubérrima de olivos centenarios, morada de lechuzas, estrellas y camaleones. Y a las alondras cuyos cantos endulzan la negrura de la noche. No los encuentra.

¿Qué he hecho para que se me castigue privándome de horizonte? -se pregunta en desconcierto, mientras varios hombres lo provocan agitando telones endiablados y otros clavan en su lomo vejatorias divisas que cimbrean abriéndole las carnes. A él, que fuera rey en su dehesa, se le hace imposible comprender humillaciones. Y da vueltas, retorcido su cuerpo por el círculo mortal que conforma el coso. Nunca vio un pez en la pecera, pero se asemeja su pena a esa infamia. Y el miedo le muerde la testuz encendiendo la bravura que a cualquiera le saldría si le dieran tal martirio. Y arremete contra el caballo enfajado sin pensar que es rehén igualmente, hundiéndole el asta en el ijar. Y queda perplejo al ver cómo aún trota, ollares abiertos de espanto, arrastrando las tripas por el albero.

El hermoso animal, aturdido por fanfarrias y gritos de borrachos, espumea por la boca su agonía. En el suelo, convertida en charco, está su sangre. Mira a los ojos al hombre recubierto de brillantes y solo ve en ellos odio rabioso. Y como no quiere morir con esa estampa, alza al cielo la mirada para llenarla de azul. El cielo, lo único que no han podido arrebatarle.

 

Dela Uvedoble, Agosto 2.024

 

 


viernes, 12 de abril de 2024

SIEMPRE AMANECE

 SIEMPRE AMANECE

 

Emprendo el viaje una noche atravesada por el equinoccio de invierno. La oscuridad absoluta envuelve mi coche y solo puedo ver un par de metros de la carretera que espero siga existiendo más allá del haz de los focos. De vez en cuando enciendo las luces largas, con aprensión por si deslumbro a quienes vengan de frente y porque los árboles secos, iluminados al arrebato, semejan en la lejanía espíritus sarmentosos. Ni la luna me acompaña, anda con ínfulas de nueva ajena al desamparo de los humanos ante el miedo primigenio a las sombras. Cuando va llena me conforta, es un diamante anidando entre las clavículas de una mujer morena.

Llevo horas conduciendo, minutos punzantes como lancetas hieren mis pupilas, sedientas de un trago de luz. El camino es una boa negra y resbaladiza sobre la que intento guardar el equilibrio. Tan cómodo sería apretar un pedal, escorar el vehículo, dirigirme a la boca del monstruo para que me devore.

Intentando desterrar estos pensamientos me impongo un juego: debo discernir si las letras empastadas por la distancia pertenecen al nombre de un club precipitándose a una descomunal copa de cóctel o a un manso hostal, remedo de hogar con desayuno no incluido.

En algún momento me doy cuenta de que en el negrísimo cielo un acuarelista ha trazado pinceladas en las que se va disolviendo la oscuridad igual que un caramelo en la boca. Es un milagro ver al sucio gris mutar a violeta y con timidez adquirir tintes celestes. Tras dar una curva, veo cómo el sol puja por salir entre montañas. Su cabeza asoma de la misma manera que lo hace la fontanela de un bebé por el vértice de unas piernas maternales. Y todo vuelve a tomar color, el alegre amarillo del carambuco, el azul intenso de los indicadores compitiendo con el aún pálido del cielo y el verde esperanzado de la arboleda, que solo segundos antes me había parecido tétrica.

La mañana rompe aguas y el camino se despliega ante mí sin la traba de lo oscuro.

Dela Uvedoble

 

Relato ganador del 2º premio en el I Concurso de Microrrelatos del Teléfono de la Esperanza 2024




DEL ROJO AL VERDE

  DEL ROJO AL VERDE   Cada siete de enero, sin falta, descuelgo los adornos de Navidad, reúno todos los dulces desperdigados en una sola b...